Ahora que
Mortadelo y Filemón están en el candelero gracias a los furibundos ataques de los defensores de la moral, el orden, la fe en el único dios verdadero, la unidad por cojones de España, la explotación laboral, las guerras ilegales a cambio de petroleo, las paranoias de Federico Jiménez Losantos y una cuantas cosas más que evidentemente merecen ser defendidas, ahora me acuerdo yo, vete tú a saber por qué, de los tebeos de
Superlópez. A decir verdad –que es a lo que se viene aquí-, sí sé por qué. Para mí ambos tebeos forman parte de una unidad inextricable dentro de la estructura de mis recuerdos infantiles. Así que no es raro que nada más oír hablar de los personajes de
Ibáñez se me disparen los recuerdos también hacia la creación de
Jan. Fueron descubrimientos paralelos y ambos participaban de esa forma de estar en la vida tan graciosa y tan castiza que se caracteriza, al contrario de lo que sucede en los cómic de superhéroes americanos, que también devoraba con pasión en mi tierna infancia, más por la irrefrenable tendencia a perder o a ser golpeado con generosidad y frecuencia que por ganar o golpear. Claro, que puestos a elegir, casi todos mis amigos preferían Mortadelo y Filemón. Son más descacharrantes, decían ellos. Yo, sin embargo, siempre preferí Superlopez. Sus aventuras, además de graciosas, me parecían eso, aventuras. Mortadelo y Filemón por su parte no pasaban, a mí entender, del conjunto de chistes vagamente hilvanados.
Así que no os podéis imaginar –tal vez sí, quién sabe- como disfrutaba yo con la lectura de El Supergrupo, o de La semana más larga y los despistes del inspector Hólmez, con Los cabecicubos, ese trasunto cuadriculado de lo que fue nuestra guerra civil, de las triviales batallas de los dioses en La caja de Pandora, o de los descabellados excesos de La gran superproducción. ¡Qué etapa más gloriosa! Y qué decepcionante evolución. Y es que a partir del Cachabolick Blues Rock, los tebeos de Jan bajaron de calidad de una forma tan alarmante que a mi se me hace muy difícil entender como es posible que el mismo autor que nos sirvió las obras maestras anteriores pudiera acabar por dejaronos pestiños tan insoportables como el Periplo búlgaro, El hotel Pánico o El asombro del robot. Realmente lamentable.
Pues bien, hasta aquí más o menos la historia oficial que todo el mundo conoce. Toca ahora ir con lo que ésta no cuenta. Porque si bien es cierto que después de La gran superproducción, Jan jamás volvio a recuperar el nivel de los primeros números, creo que dentro de su etapa oscura –por mala, no por otra cosa- existen aventuras que tal vez merezcan ser rescatadas y reconocerles algunos meritos. Ese es el objetivo de mi post: hacer mención de esas islitas de luz dentro de la mediocridad general de la segunda mitad de las aventuras de Superlopez.
-En el país de los juegos, el tuerto es el rey: Creo recordar que ésta es la única aventura turística de Superlópez que se desarrolla en un país imaginario –Tontecarlo-, aunque fácilmente reconocible. Una premisa ingeniosa –un país en el que nadie trabaja y todo el mundo se gana la vida con el juego- le sirve a Jan para hacer una divertidísima reflexión sobre el papel del estado como suministrador de vicios.
-El tesoro del Ciuacoatl: Enésimo periplo de Superlopez, esta vez por tierras méxicanas. Pero ahora, aún con su buena dosis de turismo, Jan da mayor relevancia a la aventura y nos ofrece una muy entretenida búsqueda de un viejo tesoro por parte de varios bandos enfrentados. Una historia muy del estilo y gusto de la que rodaba John Houston (El tesoro de sierra madre).
-Los ladrones de ozono: Vaya, me atrevería yo a decir que si alguna obra maestra nos legó la etapa mediocre, debe ser sin duda ésta muy dura sátira del V Centenario del descubrimiento de América. Pero lecturas sesudas y profundísimas aparte, Los ladrones de ozono recupera el sabor del mejor Superlópez clásico, de aquellos viejos tiempos en que el superhéroe catalán se las tenía bien tiesas con todo tipo de mostruos, a cual más delirante, y en escenarios espaciales. Y eso es lo que nos depara esta aventura: mucha acción, muchos alienígenas y mucha diversión.
En fin, hasta aquí llega mi rehabilitación de Superlopez. No es un gran bagaje, pero algo es algo. De todas formas advierto que deje de leer sus aventuras, salvo esporádicas excepciones -o decepciones, como El gran botellón, hacia el número 31, exactamente con el insoportable El crack. Por tanto aun me faltaría por leer unos 15 volúmenes, es decir, que podría existir alguna otra aventura salvable. Pero eso ya que lo compruebe otro.
¿Y el resto qué...?