sábado, 25 de febrero de 2017

Lovecraft, de Hans Rodionoff, Keith Giffen y Enrique Breccia


No sé si siempre se puede aplicar aquello de "de  tal palo tal astilla", pero desde luego Enrique es más que digno heredero de su apellido. No ha perdido el tiempo el hijo de Alberto, vaya que no. Quizá sea el suyo, por lo menos aquí,  un dibujo más convencional, más respetuoso con las estrictas reglas de la comercialidad que el de su padre, lo que no le hace menos merecedor de encomio. 

Siempre he pensado que al mundo de Lovecraft le beneficia su adcripción a los territorios de la literatura, que la representación en imagenes de esas horrendas criaturas primigenias jamás podrá estar a la altura de lo que  la fértil imaginación del lector pueda llegar a conjeturar. Sigo pensándolo, pero hay que admitir que el trabajo de Breccia sabe esquivar el mayor de los peligros que ronda a quienes se atreven a prestarle forma a la mitología de Cthulhu, a saber: el de caer en el ridículo. En manos de Enrique el horror de Lovecraft se torna más hermoso y  evocador que terrorífico, además bellamente secundado por un uso del color que se adapta admirablemente a los diferentes contextos de la historia. 

¿Y qué decir del guión de Hans Rodionoff y Keith Giffen? ¿Qué decir de la biografía más seria, rigurosa y valiente que se haya escrito jamás sobre Howard Phillip? Somos muchos los que estamos convencidos de que el escritor de Providence nunca inventó nada, de que simplemente fue el tenaz cronista de esa siniestra realidad oculta que rige el universo, pero somos menos los que nos atrevemos a decirlo públicamente. En este sentido el guión juega con habilidad sus cartas, escondiendo hasta el final su posicionamiento. Rodionoff y Giffen nos muestran a un Lovecraft devorado por la duda, que oscila entre el miedo a la locura y la fe  en su propia lucidez. Juegan a ambas posibilidades, hacen equilibrismo en el filo de la navaja y se dejan querer por igual. Pero al final tienen la valentía de no caer en la solución fácil, la de cargarlo todo a cuenta de la inestabilidad mental de Lovecraft, y en un merecido guiño literario aciertan a otorgarle carta de naturaleza a la realidad descrita por el escritor.

Una obra muy recomendable.


¿Y el resto qué...?

miércoles, 22 de febrero de 2017

Batman año 100, de Paul Pope

Cumple los dos requisitos que yo pedía para unos superhéroes dignos: historia al margen de la continuidad; dibujo personal más propio de su autor que del género. Pero no sé, algo me falta o algo me falla en este Batman año 100. En DC: The New Frontier aun siendo un homenaje a los valores clásicos del superhéroe, el  retrato de la época, esa década de los 50 con sus paranoias y sus profundas contradiciones; el atractivo de la identidad civil de sus personajes, en especial la de Hal Jordan y la de John Jones, y los lazos personales que se establecen entre ellos cobraban el suficiente peso como para equilibrar la acción superheróica y darle mayor complejidad.  Desafortunadamente uno no acaba de encontrar algo ni ligeramente parecido en el  Batman año 100
 
El tebeo de Pope aporta muy pocos elementos fuera de lo que es habitual en el género. Si acaso,  y siguiendo un poco la línea marcada por el Año uno de Miller y Mazzuchelli, con la excepción de la densidad psicológica que adquiere la figura del comisario Gordon, ciertamente de unas dimensiones distintas a lo acostumbrado.

No sé si incurriré en flagrante contradicción al decir esto, y más habiendo elogiado más arriba la personalidad de su dibujo, pero el apartado gráfico me recuerda también poderosamente al dibujo y al color del Año uno. Trazos gruesos, líneas quebradas, grandes bloques de negro, predominio de los tonos otoñales... Pero bueno, ¿quién puede echarle en cara a Pope el deseo de  parecerse a Mazzuchelli? Yo no, desde luego.

¿Mi veredicto? Está bien, es un tebeo entretenido, pero no me parece que esté por encima, o muy por encima, de los superhéroes mondos y lirondos. No me parece un cómic realmente destacado.
¿Y el resto qué...?

miércoles, 8 de febrero de 2017

Sofía y el negro, de Judith Vanistendael



No recuerdo a quién se lo escuché en una charla-coloquio sobre la novela gráfica: la moda de la novela gráfica ha liberado a los autores de la obligación de los géneros tradicionales, pero amenaza con imponerles uno nuevo, a saber, el de los relatos biográficos y/o socialmente comprometidos. 

No es difícil constatar hasta qué punto los editores parecen subidos a un carro que promete por sí solo ser capaz de dignificar al medio. Lo cual podrá ser bueno desde un punto de vista comercial, no lo niego, -si cuela cuela y  si vende vende- pero es una equivocación desde el punto de vista del lector. Ningún género ni temática garantizará jamás la valía de una obra, y el autobiográfico o/y socialmente comprometido tampoco, por más respetable que parezca. Es más, diría que en lo personal empieza a pasarme con él lo que ya me pasa desde hace tiempo con superhéroes y ciencia ficción, géneros que me resultan cargantes en sí mismos y a los que siempre me acerco con un cierto recelo que a la obra no le queda más remedio, injustamente, lo sé, que superar. 

Cosa que por fortuna, en especial para mí, logra sobradamente la pericia narrativa de Vanistendael. Y eso que la temática de Sofia y el negro se presta a ciertos tópicos habituales en las obras de género social. Pero el relato sabe esquivar estos riesgos amparándose en una exposición sencilla y nada melodramática de los hechos, sin alardes efectistas, sin extremar desgracias, sin apelar al discurso panfletario ni incendiario, sin querer convencernos de nada y sin santificar ni demonizar a nadie. El itinerario que describen las vidas de Abu y Sofía se nos presenta como un trayecto difícil, traumático en muchos aspectos, pero en él  lo negativo nunca desborda ni adquiere un peso mayor del que tienen los aspectos positivos de su vivencia compartida, o al menos nunca de una manera excesiva que pudiera romper el frágil equilibrio de la narración. 

El resultado es una obra de marcado carácter testimonial, impecable en su construcción y que deja, o al menos a mí me lo deja, un loable regusto a honradez y sinceridad.  


¿Y el resto qué...?