viernes, 28 de enero de 2022

Providence, de Alan Moore y Jacen Borrows



Sería curioso plantear una comparación estructural entre los tres libros de Miracleman y los tres tomos de Providence publicados por Panini. O entre los doce episodios de Watchmen y los doce números de los que también se compone esta última. Me sospecho yo que podríamos encontrar más de un paralelismo no casual entre ellas. Porque quizá cabría hablar de una especie de "metodo Moore" aplicado entonces al mundo de los superhéroes y ahora al universo literario de H.P. Lovecraft.  Metodo que podríamos cifrar aproximadamente en tres pasos, a saber: 

1.- Inclusión de una nueva mirada sobre la realidad estudiada. 

2.- Destrucción de la realidad estudiada. 

3.- Desarrollo de una nueva realidad. 

Diría que este esquema general se puede encontrar de una manera más o menos clara en las obras antes referidas o incluso en obras como V de Vendetta, Capitán Britania, Promethea o La Cosa del Pantano. La nueva mirada consiste en el deslizamiento de una visión más madura del género -el superheroico mayormente, pero no sólo él- donde las peripecias y aventuras repercuten por fin en el mundo de la ficción. La destrucción de la realidad de referencia viene simbolizada o bien por la muerte del personaje, caso de La Cosa del Pantano o Capitán Britania, o bien por los frecuentes apocalipsis que pueblan la obra de Moore . El tercer paso vendría representado por las utopías triunfantes o en su caso por la resurrección de un personaje que es modificado radicalmente en sus esencias.

 



Pue bien, en cuanto a Providence podría decirse que el paso 1, la inclusión de una nueva mirada,   dota de un origen alternativo al universo literario de Lovecraft, una especie de conspiración del mundo onírico que remueve materiales ocultos de la norteamerica rural para hacerse presente en el mundo de la vigilia. Así las diferentes piezas de las que se compone la imaginería del escritor  son recopiladas por Moore en una especie de viaje iniciatico a través de Nueva Inglaterra que tendrá como objeto ofrecer al mismo Lovecraft las claves de su propia narrativa. De esta forma la imagineria toma carta de realidad, una realidad esoterica que será desvelada con el paulatino reconocimiento de la obra de Lovecraft y que acabará prevaleciendo sobre nuestra propia realidad.  Providence ofrece así el enésimo apocalipsis en la obra de Moore, lo cual constituye el paso 2. 

Y por supuesto su enésima propuesta de realidad alternativa. Hasta aquí teníamos la utopía de los seres superiores de Miracleman, el nuevo acuerdo en la era de Veidt de Watchmen, el anárquico Reino Unido de V de Vendetta o el psicodélico mundo postapocalíptico de Promethea. Ahora tenemos el triunfante universo de Lovecraft campando a sus anchas por la realidad.





¿Y el resto qué...?

domingo, 16 de enero de 2022

Las tareas del superhéroe

Dentro del amplio espectro de temas a los que puede incitar a debate el universo de las licras ajustadas y las mallas de colorines, siempre me ha intrigado sobremanera -y me sigue intrigando todavía- el de la puerilidad, la estupidez y el sinsentido de la empresa a la que se consagra el superhéroe tradicional, esa especie de frenesí aventurero repleto de brincos y pendencias que casi siempre se resuelven a hostias limpias y que parece más digna de un acróbata de circo o de un luchador de Wrestling que de un ser que quiere presentarse como la encarnación del poder absoluto. Y ciertamente no se puede negar que esa fuera la intención primera de los superhéroes clásicos: la de satisfacer las fantasías de poder de sus lectores adolescentes, a los que, por lo que se ve, no se les pasaba por la mente otra forma de alcanzarlo y ejercerlo más que a través del dominio de una fuerza y unas habilidades físicas superlativas, de todo punto inhumanas. Pero ocurre que a nada que se lean unas cuantas aventuras de superhéroes no resulta difícil percatarse de inmediato que el supuesto poderío de estos portentos físicos deviene y se diluye con frecuencia en la más absoluta esterilidad. 

 


Para plantear la cuestión empecemos aceptando que por encima de cualquier otra consideración el superhombre clásico hace suya la divisa arácnida de "un gran poder conlleva una gran responsabilidad" y que sintiéndose poderoso se concibe a sí mismo en la obligación de poner sus cualidades extremas al servicio del bien común. El problema radica en que el superhéroe clásico transita por un espacio conceptual de tal ingenuidad que le es materialmente imposible intuir siquiera qué ha de ser eso del bien común o de qué manera podrían servirle eficientemente sus destrezas. El resultado, por otra parte bastante predecible, es que invariablemente termina cayendo en el simplismo de identificar el bien mediante su oposición al mal, e igualar el mal con sus manifestaciones más gruesas y más groseras, o sea con la delincuencia común o, en el mejor de los casos, con el crimen organizado. Una oposición que paradójicamente rinde como principal saldo no la desaparición del crimen, sino su refinamiento y elevación hasta las cotas que inaugura el supervillano. Y no por casualidad, ya que la aparición de la figura del supercriminal es sin duda fruto maduro de la existencia del superhéroe, al que le une una relación de antagonismo dialéctico con el que conforma, en síntesis, una unidad inextricable. Así lo refleja lúcidamente Frank Miller en su Dark Knight: retirado el héroe, también sus némesis necesarias desaparecen de la palestra; regresado a la acción, retorna con él toda la galería de monstruosidades y deformaciones que aparentemente se le oponen, y en cuyas filas tal vez hubiéramos de contar al propio Señor de la Noche. 

 


 Ahora bien, aceptada también la incapacidad del superhéroe clásico para manejar con coherencia sus poderes, el destino que le aguarda pasa inevitablemente por su reconversión en herramienta de la política exterior del gobierno de turno; en arma intimidatoria con la que decantar el equilibrio de fuerzas entre estados. Tal es el uso que nos muestra, por cierto antes que Watchmen, Rick Veitch en su trilogía del superhéroe, principalmente en El Uno y en El Maximortal, donde el ser con superpoderes adopta, literalmente, el papel de bomba atómica. En este sentido puede resultar especialmente esclarecedor detenernos un momento a considerar los diferentes matices que Moore otorga en Watchmen a la función del héroe, bosquejados a partir de las actitudes y comportamientos de las tres figuras principales de su obra, es decir, de El Comediante, El Doctor Manhattan y Ozymandias. Así podemos comprobar que El Comediante vendría a representar la encarnación de ese héroe clásico que, en pugna con su impotencia para entender y resistir las fuerzas que rigen el sino de la vida de los hombres, decide no oponerse a ellas y acepta, aun con desprecio, el papel que le ha sido encomendado. No por casualidad es El Comediante el primero de los aventureros de Watchmen que se percata de la inutilidad de la tarea clásica del héroe y así lo manifiesta de forma expresa en la reunión de justicieros de los 60; como tampoco es casual el hecho de que sea, junto a Manhattan, el único al que se le permite continuar en activo, por supuesto trabajando en cubierto para el gobierno, una vez aprobada el Acta de Keane. Blake es el primero en comprender a carta cabal su condición de atrezzo en un drama que le desborda por completo; el primero que entiende el alcance y la profundidad del chiste que el superhéroe está condenado a escenificar y el primero en abandonar toda esperanza de redención para el colectivo, tragando sumisamente, en el fondo porque tampoco le queda más alternativa, con el mandato de reírle las gracias al sistema.

 


 Frente a la figura desencanta y cínica de El Comediante, Moore contrapone el voluntarismo audaz e inconformista de Ozymandias. En este sentido Veidt mantiene una deuda inconmensurable con El Comediante, que como si de un guía espiritual se tratara, le abre los ojos y le revela la absoluta inutilidad de los juegos circenses en los que hasta el momento se han venido empleando, señalándole además el derrotero por el que a partir de entonces habrá de discurrir su labor. Pero a diferencia de El Comendiante, Ozymandias, que se autodenomina "el hombre más listo del mundo", sí se siente capaz de entender y manejar las dinámicas que se ocultan tras esas fuerzas misteriosas que dan forma al mundo. Veidt comprende que el verdadero poder se dirime en el campo de lo político y de lo económico y que quien pretenda poseer la fuerza necesaria para cambiar la realidad deberá adquirirla ineludiblemente en esos terrenos. Consecuentemente colgará para siempre el antifaz y hará pública su identidad civil, incluso antes de que el Acta de Keane le imponga ese deber, para afanarse desde entonces en la consolidación de un imperio económico transnacional que le asegure una verdadera influencia sobre la realidad. De esta manera Moore define y da forma, a través de la empresa que acomete Veidt, a una de la vías de las que dispone el superhéroe para transcender la insustancialidad y la impotencia de su tarea clásica; la misma misión de contenido netamente político que le otorgará al personaje de V en V de Vendetta. Una labor que ya no puede permitirse la distinción ingenua entre medios y fines, donde la línea divisoria entre héroes y villanos queda definitivamente desdibujada, dependiendo si acaso y en exclusiva del prisma ideológico que se utilice en su valoración. No olvidemos que V es presentado como El Villano y que Veidt, en su misión de salvar al mundo de los horrores de una confrontación abierta entre superpotencias no vacila en poner sobre el tablero en el que se dirime el conflicto los ensangrentados despojos de más de tres millones de cadáveres. 

 


 Pero aun siendo este cometido político una labor más eficiente y menos ingenua que la anterior, sigue sin ser realmente la que correspondería en rigor a la figura del superhéroe. Porque la acción política es ciertamente territorio de lo humano, pero no de lo sobrehumano. Y esa es la postura que materializa –o desmaterializa, según le venga en ganas- el Doctor Manhattan. Siendo en puridad el único dotado de superpoderes, Manhattan asume en principio la misma actitud que define a El Comediante, es decir acepta sin lucha el papel que para él le tiene reservado el gobierno de los EE.UU. Sin embargo sus razones son distintas a las de Blake: si la sumisión de aquel nacía de la impotencia, la de éste brota de la inercia y el desapego. En la práctica Manhattan es un hombre que por mediación de un lance accidental ha devenido súbitamente en una especie de dios –como suele ocurrir frecuentemente con los superhéroes tradicionales-, un dios al que, sin tiempo para asimilarlo, le cuesta entender las implicaciones de su nueva condición. Más absorto en comprender cuál debe ser su nueva relación con una realidad a la que puede modificar a su antojo hasta niveles subatómicos, Manhattan consentirá indiferente ante su utilización como arma intimidatoria definitiva por parte del aparato militar yanki, situación que se condensa magistralmente en el tebeo con el lema “Dios existe y es norteamericano”. Sin embargo y según se va entretejiendo a su alrededor la trama con la que Veidt pretende neutralizarlo, éste va adquiriendo conciencia de su naturaleza divina y de las distancias siderales que le separan de los asuntos más mundanos de los hombres. Por momentos puede entrever cual debe ser su misión, la misión verdadera del superhéroe, que nunca será la de plegarse a las necesidades de la realidad humana, sino la de plegar esa misma realidad humana a sus caprichos y antojos, la de hacerla, deshacerla, cambiarla y descambiarla a su gusto y a su imagen y semejanza. A esa conclusión parece llegar Manhattan al final de Watchmen, decidido al fin a abandonar la Tierra y a ocupar su tiempo en la creación de formas propias de vida que le sirvan de entretenimiento. Y esa es también la tarea que le encomiendan a sus superhombres los británicos Moore y Gaiman en los libros tercero y cuarto de Miracleman, la misma que les reserva Rafael Marín en su novela –sin grafismos- Mundo de Dioses, acaso las obras que mejor reflejan el hacer del superhéroe una vez librado a su propio destino: la de instaurar la dictadura de los seres superiores. Porque aunque les ha costado entenderse a sí mismos, la tarea de los superhéroes sólo puede comprenderse como el reflejo en el espejo de nuestro tiempo de aquellos dioses que poblaron el Olimpo griego, el panteón romano o el Asgard escandinavo. Vamos, me parece a mí.

¿Y el resto qué...?