Si me preguntan qué es el amor, al igual que San Agustín en otros menesteres, les responderé circunspecto que no tengo ni la más mínima idea. En cambio, si tienen la deferencia –y la educación- de no preguntarlo, entonces, a diferencia de aquel, les diré que sigo sin saberlo. Pero recompensaré la amabilidad contándoles una historia, por lo demás intrascendente, que acaso ilustre con mayor claridad que cualquier confusa explicación qué es para mí el amor.
Los hechos que voy a narrarles sucedieron a principio de los ochenta, cuando tras divorciarme de mi tercera mujer decidí volver a España. No llevaría un mes instalado en Madrid cuando fui invitado a pronunciar unas palabras en el acto de presentación del último libro del mexicano Jorge Duarte. El acontecimiento, que tendría lugar en los salones del Ritz, estaba previsto para el fin de semana siguiente. Yo no había leído por entonces ni una sola línea suya, por lo que la cordura y la prudencia deberían haberme exigido rechazar amablemente la invitación y olvidarme sin más del asunto. Sin embargo razones de orden superior no me dejaron más opción que aceptar: pagaban generosamente y a mí, tras mi reciente divorcio, no me sobraba precisamente el dinero. Al menos, para acallar las protestas de mi conciencia, procuré pasar los días previos pegado a los anaqueles de la Biblioteca Nacional, leyendo cuanto análisis o reseña sobre su obra pude encontrar. Ya en las vísperas del acto alcancé a escribí una elogiosa semblanza de cuatro folios en la que, con la autoridad que concede la ignorancia, hice exaltación de la crudeza con la que sus novelas reflejan la lucha desigual del hombre despojado de valores por la sociedad de consumo. Con todo, y contra los dictados de la sensatez y el buen gusto, recibí el aplauso entusiasta de los asistentes y la agradecida felicitación del propio Duarte.
Pero retrocedamos un poquito en el tiempo; mi historia, de no ser por las dudosas exigencias de la técnica narrativa, debería haberse iniciado cinco años antes, en Santiago de Chile, en un tiempo en el que ninguno de los dos tenía aun la más mínima notoriedad en el panorama editorial. Nos habíamos conocido en un acto similar organizado por la Universidad Católica; el viejo Urdiales, que en paz descanse, presentaba aquella noche la que a la postre sería su última novela y un amigo común, entusiasmado por el paralelismo que creía reconocer entre nuestras carreras literarias, insistió concienzudamente en presentarnos. Confieso que a pesar de las magnificas referencias de nuestro amigo me resistí tanto como pude: entonces andaba sumido en el dolor de mi segundo divorcio y Duarte, apenas un muchacho imberbe de maneras torpes y la piel blanca pegada a los huesos, no tenía precisamente el aspecto de alguien a quien aguarde un destino señalado. No me apetecía para nada conocer a otra promesa de las letras hispanas, otra más de las que con el tiempo -decían- nos harían olvidar a los nombres sagrados del Boom. Sin embargo algo en su mirada me hizo intuir que bajo aquellos ojos timidos ardía una especie de fuego orgulloso y triste que prometía un material excelente para algún futuro relato. Hablamos por casi una hora.
Con voz apagada y nerviosa Duarte fue haciendo una sentida exposición de todos los tópicos y lugares comunes con los que los jóvenes escritores suelen defenderse del peso de la indiferencia. Mientras tanto, aburrido, yo iba dando cuenta de las bebidas ofrecidas y cediendo poco a poco a los efectos del alcohol. Fue entonces, en medio de no sé qué lamento, cuando la vi por primera vez: era joven y muy hermosa; el pelo oscuro le caía con gracia sobre los ojos grandes y vidriosos. Duarte palideció y perdió inmediatamente la voz; guardó silencio durante un instante y después, ensimismado, pregunto “¿por qué mientras más las queremos más nos desprecian ellas?”. No supe o no quise contestarle. De inmediato abandonó cualquier interés por la conversación y pareció sumirse en la melancolía. Alguien me contó más tarde que se llamaba Laura y que por lo visto el mexicano andaba perdidamente enamorado mientras ella se dedicaba a jugar con sus esperanzas. Volví a fijarme en la muchacha. Era verdaderamente hermosa. No me costó comprender la fascinación que ejercía sobre él.
A esta insignificante anécdota se reducía todo mi conocimiento sobre Duarte cuando hice la presentación de su libro. Volvimos a charlar aquella noche, ya en el cóctail posterios. A pesar del escaso tiempo transcurrido y aun cuando la vida parecía haberle tratado bien -sus últimas novelas habían sido bien acogidas por la crítica y registraban ventas no desdeñables- lo hallé bastante envejecido. Su pelo escaseaba sobre su cráneo desigual y las pocas y mal repartidas matas eran ya plateadas. Duarte hizo esta vez repaso pormenorizado de sus proyectos futuros mientras yo, igualmente aburrido y de acuerdo a la costumbre, iba rehogando sus palabras con buen vino. A mí no me interesaban lo más mínimo sus planes inmediatos, así que envalentonado por el alcohol y acordándome de nuestro único encuentro, le pregunté malicioso por las razones por las cuales ellas nos desprecian con mayor ahínco cuando nosotros las queremos con más entusiasmo. No llegó a contestarme: en ese preciso momento, radiante y aun más hermosa y joven de lo que yo podía recordar, Laura hizo acto de presencia en la sala y besándolo y pidiéndome disculpas se lo llevó aparte. Me quedé fascinado observándolos. Al parecer llevaban año y medio casados. No volví a hablar con Duarte en el resto de la noche, hasta lo sucedido después en la habitación.
Aproveché para perderme por los enormes salones del Ritz, deambulando de un lado a otro sin rumbo definido y conversando ocasinalmente con todo tipo de invitados: editores que aprovechaban la ocasión para pedirme algunos cuentos, empresarios de los medios de comunicación que se deshacían en elogios hacia mi obra y me proponían colaboraciones en sus periódicos o esposas cincuentonas que se declaraban admiradoras incondicionales de mis novelas. Mientras, seguía dando cuenta de los caldos ofrecidos, tanto que, para cuando el acto alcanzó su apogeo, ya las proporciones de mi embriaguez aconsejaban la retirada cautelosa y discreta. Sin embargo éstas nunca han sido cualidades que adornen mi persona; fui a los servicios y dejé hueco para seguir bebiendo. Fue entonces cuando me encontré a solas con Laura.
No pude evitar examinarla de arriba abajo; lucía un traje de noche oscuro que se le cenía con generosidad sobre las caderas y los pechos y que la hacía muy deseable. Aproveché la ocasión para presentarme. Ella conocía bien mi obra e incluso se permitió la confianza de realizar varias observaciones, sin duda muy inteligentes, que yo no estaba en condiciones de apreciar. Hablamos desprejuiciadamente de literatura, de su marido, de ella, de mí, de sexo... Además de verdaderamente hermosa, era una mujer fascinante, de una inteligencia y maldad sin límites. Me sentía hipnotizado por el desparpajo con el que exhibía su perversidad. Mientras hablábamos yo seguía bebiendo; ella me acompañaba fácilmente. Sé que deseaba ardientemente besarla pero no puedo asegurar que fuese yo quien lo hiciera primero. Fuera como fuese, lo cierto es que no lo lamenté. No tardamos en acabar desnudos en una de las habitaciones del hotel.
Lo que sucedió después se me hace muy confuso, mezclado con el regusto amargo de los vómitos. Recuerdo a Jorge Duarte llorando y a Laura marchándose de la habitación enfurecida. Me recuerdo doblado ante un retrete, vomitando una pasta negra y pestilente. Fue el propio Duarte quien evitó que me cayera al suelo agarrándome por debajo de los brazos mientras lloraba resignadamente. Comprendí que aquello no era algo nuevo para él. Mientras la habitación bailaba vertiginosamente sobre nosotros le aconsejé que la dejara.
Ya he dicho que estos últimos acontecimientos los recuerdo muy confusamente, difuminados por la niebla que el alcohol dejó en mi memoria. Sería conveniente aceptarlos como una recreación aproximada de lo que debió de sucedió en aquella habitación del Ritz de Madrid. Sin embargo hay algo que no soy capaz de olvidar: la profunda tristeza con la que me dijo, mirándome a los ojos, que no somos más que lo que amamos.
No los volví a ver hasta cinco años después, en el D.F. Le habían concedido el Premio Nacional de la Crítica. Me alarmó comprobar lo avanzado de su deterioro físico. Sin embargo, por ella parecían no pasar los años.
Los hechos que voy a narrarles sucedieron a principio de los ochenta, cuando tras divorciarme de mi tercera mujer decidí volver a España. No llevaría un mes instalado en Madrid cuando fui invitado a pronunciar unas palabras en el acto de presentación del último libro del mexicano Jorge Duarte. El acontecimiento, que tendría lugar en los salones del Ritz, estaba previsto para el fin de semana siguiente. Yo no había leído por entonces ni una sola línea suya, por lo que la cordura y la prudencia deberían haberme exigido rechazar amablemente la invitación y olvidarme sin más del asunto. Sin embargo razones de orden superior no me dejaron más opción que aceptar: pagaban generosamente y a mí, tras mi reciente divorcio, no me sobraba precisamente el dinero. Al menos, para acallar las protestas de mi conciencia, procuré pasar los días previos pegado a los anaqueles de la Biblioteca Nacional, leyendo cuanto análisis o reseña sobre su obra pude encontrar. Ya en las vísperas del acto alcancé a escribí una elogiosa semblanza de cuatro folios en la que, con la autoridad que concede la ignorancia, hice exaltación de la crudeza con la que sus novelas reflejan la lucha desigual del hombre despojado de valores por la sociedad de consumo. Con todo, y contra los dictados de la sensatez y el buen gusto, recibí el aplauso entusiasta de los asistentes y la agradecida felicitación del propio Duarte.
Pero retrocedamos un poquito en el tiempo; mi historia, de no ser por las dudosas exigencias de la técnica narrativa, debería haberse iniciado cinco años antes, en Santiago de Chile, en un tiempo en el que ninguno de los dos tenía aun la más mínima notoriedad en el panorama editorial. Nos habíamos conocido en un acto similar organizado por la Universidad Católica; el viejo Urdiales, que en paz descanse, presentaba aquella noche la que a la postre sería su última novela y un amigo común, entusiasmado por el paralelismo que creía reconocer entre nuestras carreras literarias, insistió concienzudamente en presentarnos. Confieso que a pesar de las magnificas referencias de nuestro amigo me resistí tanto como pude: entonces andaba sumido en el dolor de mi segundo divorcio y Duarte, apenas un muchacho imberbe de maneras torpes y la piel blanca pegada a los huesos, no tenía precisamente el aspecto de alguien a quien aguarde un destino señalado. No me apetecía para nada conocer a otra promesa de las letras hispanas, otra más de las que con el tiempo -decían- nos harían olvidar a los nombres sagrados del Boom. Sin embargo algo en su mirada me hizo intuir que bajo aquellos ojos timidos ardía una especie de fuego orgulloso y triste que prometía un material excelente para algún futuro relato. Hablamos por casi una hora.
Con voz apagada y nerviosa Duarte fue haciendo una sentida exposición de todos los tópicos y lugares comunes con los que los jóvenes escritores suelen defenderse del peso de la indiferencia. Mientras tanto, aburrido, yo iba dando cuenta de las bebidas ofrecidas y cediendo poco a poco a los efectos del alcohol. Fue entonces, en medio de no sé qué lamento, cuando la vi por primera vez: era joven y muy hermosa; el pelo oscuro le caía con gracia sobre los ojos grandes y vidriosos. Duarte palideció y perdió inmediatamente la voz; guardó silencio durante un instante y después, ensimismado, pregunto “¿por qué mientras más las queremos más nos desprecian ellas?”. No supe o no quise contestarle. De inmediato abandonó cualquier interés por la conversación y pareció sumirse en la melancolía. Alguien me contó más tarde que se llamaba Laura y que por lo visto el mexicano andaba perdidamente enamorado mientras ella se dedicaba a jugar con sus esperanzas. Volví a fijarme en la muchacha. Era verdaderamente hermosa. No me costó comprender la fascinación que ejercía sobre él.
A esta insignificante anécdota se reducía todo mi conocimiento sobre Duarte cuando hice la presentación de su libro. Volvimos a charlar aquella noche, ya en el cóctail posterios. A pesar del escaso tiempo transcurrido y aun cuando la vida parecía haberle tratado bien -sus últimas novelas habían sido bien acogidas por la crítica y registraban ventas no desdeñables- lo hallé bastante envejecido. Su pelo escaseaba sobre su cráneo desigual y las pocas y mal repartidas matas eran ya plateadas. Duarte hizo esta vez repaso pormenorizado de sus proyectos futuros mientras yo, igualmente aburrido y de acuerdo a la costumbre, iba rehogando sus palabras con buen vino. A mí no me interesaban lo más mínimo sus planes inmediatos, así que envalentonado por el alcohol y acordándome de nuestro único encuentro, le pregunté malicioso por las razones por las cuales ellas nos desprecian con mayor ahínco cuando nosotros las queremos con más entusiasmo. No llegó a contestarme: en ese preciso momento, radiante y aun más hermosa y joven de lo que yo podía recordar, Laura hizo acto de presencia en la sala y besándolo y pidiéndome disculpas se lo llevó aparte. Me quedé fascinado observándolos. Al parecer llevaban año y medio casados. No volví a hablar con Duarte en el resto de la noche, hasta lo sucedido después en la habitación.
Aproveché para perderme por los enormes salones del Ritz, deambulando de un lado a otro sin rumbo definido y conversando ocasinalmente con todo tipo de invitados: editores que aprovechaban la ocasión para pedirme algunos cuentos, empresarios de los medios de comunicación que se deshacían en elogios hacia mi obra y me proponían colaboraciones en sus periódicos o esposas cincuentonas que se declaraban admiradoras incondicionales de mis novelas. Mientras, seguía dando cuenta de los caldos ofrecidos, tanto que, para cuando el acto alcanzó su apogeo, ya las proporciones de mi embriaguez aconsejaban la retirada cautelosa y discreta. Sin embargo éstas nunca han sido cualidades que adornen mi persona; fui a los servicios y dejé hueco para seguir bebiendo. Fue entonces cuando me encontré a solas con Laura.
No pude evitar examinarla de arriba abajo; lucía un traje de noche oscuro que se le cenía con generosidad sobre las caderas y los pechos y que la hacía muy deseable. Aproveché la ocasión para presentarme. Ella conocía bien mi obra e incluso se permitió la confianza de realizar varias observaciones, sin duda muy inteligentes, que yo no estaba en condiciones de apreciar. Hablamos desprejuiciadamente de literatura, de su marido, de ella, de mí, de sexo... Además de verdaderamente hermosa, era una mujer fascinante, de una inteligencia y maldad sin límites. Me sentía hipnotizado por el desparpajo con el que exhibía su perversidad. Mientras hablábamos yo seguía bebiendo; ella me acompañaba fácilmente. Sé que deseaba ardientemente besarla pero no puedo asegurar que fuese yo quien lo hiciera primero. Fuera como fuese, lo cierto es que no lo lamenté. No tardamos en acabar desnudos en una de las habitaciones del hotel.
Lo que sucedió después se me hace muy confuso, mezclado con el regusto amargo de los vómitos. Recuerdo a Jorge Duarte llorando y a Laura marchándose de la habitación enfurecida. Me recuerdo doblado ante un retrete, vomitando una pasta negra y pestilente. Fue el propio Duarte quien evitó que me cayera al suelo agarrándome por debajo de los brazos mientras lloraba resignadamente. Comprendí que aquello no era algo nuevo para él. Mientras la habitación bailaba vertiginosamente sobre nosotros le aconsejé que la dejara.
Ya he dicho que estos últimos acontecimientos los recuerdo muy confusamente, difuminados por la niebla que el alcohol dejó en mi memoria. Sería conveniente aceptarlos como una recreación aproximada de lo que debió de sucedió en aquella habitación del Ritz de Madrid. Sin embargo hay algo que no soy capaz de olvidar: la profunda tristeza con la que me dijo, mirándome a los ojos, que no somos más que lo que amamos.
No los volví a ver hasta cinco años después, en el D.F. Le habían concedido el Premio Nacional de la Crítica. Me alarmó comprobar lo avanzado de su deterioro físico. Sin embargo, por ella parecían no pasar los años.
Pero Duarte es el narrador? Estás hablando de ti mismo en tercera persona? Me he liado, creo.
ResponderEliminarLa Laura una perraca. De fascinante los cojones. Seguramente estaba medio buena y cuando uno lleva 3 copas encimas le entra a todo lo que se mueva. Es el peligro del alcohol, la noche y las tías. Lagarto lagarto, y más con las de los colegas. Eso no se hace, feo feo.
¿Y qué opina Duarte de todo esto?
ResponderEliminarHola! he llegado aquí por casualidad, ya casi ni me acuerdo, diría que tenía que ver con un libro de Landero. En cualquier caso, me ha gustado lo que he visto en un par de clics hasta llegar aquí, incluyendo el primer capítulo de un relato por entregas. A partir de hoy te leo en mi blogreader, y porque es de mala educación visitar casas ajenas a escondidas, te aviso ;)
ResponderEliminarLo habría hecho por correo electrónico, pero no he encontrado dónde.
Saludos.
...traigo
ResponderEliminarsangre
de
la
tarde
herida
en
la
mano
y
una
vela
de
mi
corazón
para
invitarte
y
darte
este
alma
que
viene
para
compartir
contigo
tu
bello
blog
con
un
ramillete
de
oro
y
claveles
dentro...
desde mis
HORAS ROTAS
Y AULA DE PAZ
COMPARTIENDO ILUSION
JORGE
CON saludos de la luna al
reflejarse en el mar de la
poesía...
ESPERO SEAN DE VUESTRO AGRADO EL POST POETIZADO DE STAR WARS, CARROS DE FUEGO, MEMORIAS DE AFRICA , CHAPLIN MONOCULO NOMBRE DE LA ROSA, ALBATROS GLADIATOR, ACEBO CUMBRES BORRASCOSAS, ENEMIGO A LAS PUERTAS, CACHORRO, FANTASMA DE LA OPERA, BLADE RUUNER ,CHOCOLATE Y CREPUSCULO 1 Y2.
José
Ramón...
tendré que volver a apostar algo contigo para que hagas un relato?
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