sábado, 16 de junio de 2007

Hoy, Júpiter, de Luis Landero

Que gran verdad es esa que afirma que los artistas hacen y rehacen siempre la misma obra, (y no sólo los artistas; yo siempre hago, sin ningún arte, la misma reseña) por más que varíen las formas, los detalles o las tramas. Algo que en el caso de Luis Landero resulta especialmente evidente: desde Juegos de la edad tardía, su primer libro, las novelas del extremeño han tenido siempre la pretensión de trazar el mapa de esa difusa región de la vida en la que realidad y ficción se confunden indisolubles; de delinear la cartografía fantástica de esa tierra en la que sueño y vigilia son solo nombres distintos de un mismo hecho. Pero además, a esta constancia temática, en Landero habría que añadir ese gusto tan suyo por los personajes frágiles y marginales que no acaban de encajar en la realidad que les ha tocado vivir; unos personajes que invariablemente se refugian en el confort de un mundo imaginario creado a medida y que indefectiblemente termina por colisionar con el real, componiendo ese choque el auténtico motor de sus historias. Y por supuesto, y es lo que realmente lo define y da a sus novelas ese sabor tan reconocible, están siempre revestidas por el colorido y la calidez de la que es posiblemente la mejor prosa del momento en España.

Y bien, dicho esto, ¿qué ofrece entonces Hoy, Júpiter? Pues obviamente la misma formula de siempre, pero tal vez más madura, más acabada. Para empezar Landero apuesta por una composición narrativa un poco más audaz en la forma que en sus novelas anteriores: Hoy, Júpiter nos introduce en la vida de dos personajes, Dámaso Méndez y Tomás Montejo, cuyas andanzas y situaciones apenas tienen que ver las unas con las otras, siendo en verdad contrapuntos o imágenes negativizadas. Así mientras uno proviene del mundo rural, el otro lo hace del urbano; mientras uno es un hombre práctico aferrado a la realidad más material, el otro es un literato volcado en los libros; mientras a uno le impulsa el odio, al otro el amor. De esta manera se van alternando con regularidad los episodios dedicados a cada personaje, conformando dos novelas bien diferenciadas que sólo confluirán en los últimos capítulos, entremezclandose y adquiriendo entonces unidad global. Sin embargo no es el uso de este recurso, hasta donde yo recuerdo novedoso en la obra de Landero, lo que justifica la sensación de estar en presencia de una novela más lograda, sino que se fundamenta principalmente en la cada vez más solida construcción de personajes y en el tono general del relato, mucho menos paródico y sí mucho más dramático. Hasta ahora Landero había perfilado en sus novelas anteriores, excepción hecha de El guitarrista, personajes que difícilmente pasaban de ser meras caricaturas de tipos reales, faltos acaso de una porción, por pequeña que esta fuera, de la dignidad y la autoestima que les otorgase una mayor dimensión humana. Una autoestima que entenderemos aquí en un sentido amplio, es decir, también como esa facultad que nos permite hacer una correcta valoración de nosotros mismo. Y es que en Juegos de la edad tardía o El mágico aprendiz los protagonistas carecían, más incluso que de la capacidad para llevar a cabo la tan anhelada fusión entre el mundo real y el imaginario, de la no menos necesaria lucidez para evaluarse ellos mismos y su situación. Lo cual constituye el auténtico drama de las novelas de Landero: la ausencia de un entendimiento riguroso que permita a sus personajes evitar el ridículo en la siempre legítima lucha por hallar la felicidad.

Ah, pero esto es algo de lo que sí que disponen, peor que mejor, Dámaso Méndez y Tomás Montejo: aun con dificultades, son capaces de reconocer sus limitaciones y tratan de salvaguardar su dignidad sin renunciar por ello a sus deseos. Así Dámaso es la viva imagen de la paciencia, relegando su venganza siempre que es necesario y evitando forzar la situación cuando esta no le es propicia. Por su parte, Tomás, personaje prototípico de Landero, sucumbe con mayor facilidad a las celadas de la imaginación, pero sin mostrarse nunca completamente ciego ante los reveses. De esta manera ambos evitan caer en la caricatura, revelandose más bien como tristes marionetas en manos de la fatalidad y el destino. Circunstancia esta de la que los dos son concientes y contra la que pelean como buenamente pueden.

Y si todo esto no fuera suficiente para recomendar su lectura, en Hoy, Júpiter el escritor de Alburquerque (Badajoz, no México) hace gala de su mejor prosa, pulida y bella como siempre, pero evitando los excesos y lucimientos vanos en los que a veces caía su escritura. Ya lo dije antes, la prosa de Landero es sin duda de lo mejor que se puede leer hoy por hoy en castellano y es por sí sola un reclamo y una justificación más que suficiente para acercarse a sus libros.


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