Edad media y orientalismo de postal; alquimia y ciencia; pasión más allá de toda razón y magia, mucha mucha magia. Lo sé, suena indigesto. Pero no os fieis de las apariencias.
El gabinete chino es obra modesta
que de alguna manera siempre tiene en mente los límites que ella misma
se impone; que no aspira a persuadir de nada al lector, que apenas
quiere recrear un ambiente: evocar un tono, una sensación tal vez ya
perdida para siempre. Ahora ya no, pero quizá en otro tiempo, cuando aún
había rincones del planeta de los que apenas se tenían noticias, cuando
muchos fenómenos no hallaban explicación, cuando todavía ciencia y
magia podían confundirse y las más peregrinas hipótesis ser tomadas por
ciertas, entonces todavía era posible acercarse a la realidad con mirada encantada y
dejarse fascinar por ella. Es esa sensación de duermevela, a medio camino entre la
ensoñación y la vigilia, la que parece persiguir y encontrar Nancy Peña
con su relato.
Para gustar de El gabinete chino
no hace falta analizar y dar sentido a cada hecho o a cada
comportamiento del tebeo; más bien todo lo contrario: es necesario
dejarse confundir por los sucesos; disfrutarlos en lugar de
racionalizarlos; dejarse envolver por su ritmo y su aliento en vez de
querer comprender a toda costa. ¿Qué buscan los personajes? ¿Por qué la
atracción por el gabinete chino? ¿Quiénes son los moradores de la casa?
¿Cuáles sus historias pasadas? ¿Por qué regresa ella?...
¿Acaso importa en lo más mínimo?
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