jueves, 18 de enero de 2007

El Uno

Años 80; la acción se sitúa en un mundo dramáticamente polarizado entre el bloque capitalista y el bloque comunista; un mundo al borde del Apocalipsis nuclear que ha descubierto el arma definitiva que habrá de convertir en obsoleta a la bomba atómica y cambiará para siempre –y no necesariamente para bien- la historia de la humanidad. Y ese arma es, por supuesto, el superhombre. Contadas así las cosas, ¿a quién no le suena ya el argumento? Y si añadimos a todo esto la exploración de los impulsos sexuales de los superhombres, que por lo general tienen más de lo segundo que de lo primero, es decir, más de hombre que de super, y lo condimentamos y sazonamos con algún artículo periodístico a modo de material complementario, parece que pocas dudas pueden planteársenos sobre la obra a la que me refiero. Pues no, no es Watchmen. Y tampoco una de sus múltiples imitaciones posteriores: esta aventaja en un par de meses en fecha de aparición a la piedra de toque ineludible del género. Porque Rick Veitch llegó antes –claro que Moore llegó “aun más antes” que cualquiera con Miracleman- y con El Uno reclama su puesto de honor entre los padres fundadores de esa variante del cómic de superhéroes que, en un alarde de pedantería, podríamos denominar como Jamesiana, por aquello de andar más preocupada por darle “otra vuelta de tuerca” al concepto que por hacer superhéroes en sí.

Efectivamente, Veitch nos ofrece en El Uno su particular versión de los empijamados, una sátira verdaderamente hilarante que viene a ser una especie de mezcla atenuada entre el estudio del impacto que provocaría la existencia de superhéroes en el mundo real -típico de Moore- y la no menos típica desmitificación –casi humillación- propia de Ennis. Y digo atenuada porque Veitch ni es tan pretencioso como el inglés ni tan burdo como el irlandés. Y sin embargo no faltan ideas en El Uno. Ni mala leche.

Asi para Veitch el superhombre viene a ser la culminación del descerebrado ansia de poder del ser humano y sus incansables esfuerzos por alcanzar la supremacía sobre los otros. Una ceguera que sólo puede conducir a la mutua destrucción porque, al fin, ese poder absoluto, más propio de dioses que de hombres, es forzosamente ingobernable y se vuelve, como un boomerang, contra quienes lo crearon. Pero no todo esta perdido: frente a ese impulso de dominación, propia de las huestes de El Otro –obviamente, El Mal- frente a la ordenación jerarquizada y piramidal de las relaciones humanas, en la que todos luchan contra todos para ascender a la cúspide y en la que cada nivel se sostiene pisándole la cabeza a los niveles inferiores (no estoy haciendo una explicación panfletaria de la lucha de clases de Marx; solo estoy describiendo la montonera de cuerpos sobre la que se desplaza El Otro) Veitch opone la filosofía de El Uno, una visión de clara influencia hippie y anarquista que apuesta por la unidad a través del amor y el respeto. Finalmente esta confrontación entre bien y mal es en verdad irresoluble, pues ambos deben latir necesariamente en el corazón del hombre y tras la contienda a El Uno apenas le resta más opción que reintegrarse con El Otro y esperar al próximo encontronazo. Algo que acepta alegremente, como deja entrever cuando afirma que “la verdad, disfrutamos bastante de nuestro conflicto”. Un discurso, que en vista de las sensibilidades dominantes en la actualidad bien puede parecer completamente desfasado, pero que basta con asomarse a cualquier telediario y enfrentarse a la actualidad para dudar de ello.

Sin embargo, de lo que no cabe duda es de que la parte más floja del cómic es precisamente el final, en el que Veitch expone, torpemente y a la fuerza, todas sus creencias. Y es que por más que uno pueda compartirlas –o no-, por más que las quiera comprender, lo cierto es que al autor le falta la sutileza necesaria como para que están puedan pasar por algo más que un simple comedero de coco.
Una pena, porque esta torpeza priva al cómic de ser verdaderamente redondo.

De todas formas, que nadie se asuste: la fluidez narrativa de Veitch es verdaderamente encomiable; su dibujo luce muchísimo más que en La cosa del pantano y el ritmo te deja pegado a sus páginas. En definitiva, a pesar del rollo que he soltado, un gran tebeo, tremendamente divertido, pero eso sí, que se queda a las puertas de la obra maestra.

Puntuación: 8


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