
Se me saltan las lágrimas de felicidad.
¿Y el resto qué...?

¿Y el resto qué...?
Circula por Internet una versión extendida, original y con subtítulos, de Watchmen de la que no tengo ni idea si trata de la versión extendida definitiva que se pondrá a la venta pronto, o si sólo es una versión provisional; de lo que no me cabe duda es que en cualquier caso estamos ante una experiencia muy atractiva: en total 17 minutos nuevos esparcidos a lo largo y ancho de su metraje. Ya dije en mi reseña de la versión estrenada que uno de los grandes problemas de la adaptación era su ritmo cinematográfico fallido: a pesar de su generosa duración, la exposición de la trama me parece excesivamente atropellada, saltando con demasiada prisa de una escena a otra sin que el relato se detenga y privilegie ningún aspecto concreto. Pues bien, no se puede negar que la inclusión de más metraje ha jugado notablemente en favor de la cadencia y el compás del film. Incluso con añadidos mínimos, uno tiene la sensación de que ahora las imágenes casan mejor, que se articulan de forma más natural y que todo resulta menos forzado. Un ejemplo sencillo pero muy ilustrativo de la eficacia de los añadidos: en la escena en la que Dan regresa de su primera visita a Hollis para encontrarse con Rorschach comiendo judias, se han añadido un par de planos breves que lo acompañan en su camino de vuelta. Mientras oímos de fondo la melancólica música, un plano picado descendente recorre un cartel publicitario del perfume de Veidt. El mero hecho de que la escena dure un poco más, de que podamos escuchar más tiempo la música y la propia sugerencia del anuncio facilitan la identificación con los sentimientos del personaje. Como ya he dicho, no es más que una muestra extremadamente sencilla, pero insisto, creo que muy eficaz de cómo benefician los insertos al ritmo de la película. Eso sin hablar de la bella secuencia de la muerte de Hollis Mason, sin duda lo más destacado y lo más hermoso de la nueva versión. Y sin embargo, pese a todo, los minutos adicionales no consiguen arreglar por completo la aburrida parte final del film, esa que va desde que Laurie y Dan se vuelven a enfundar de cuero, hasta que Adrian recibe gustoso, en expiación de sus pecados, la paliza que le propina el propio Dan, que sigue pareciéndome cine infantiloide de superhéroes convencionales. Yo aquí tenía depositadas mis esperanzas en la inclusión de algunas escenas mostrando la forma en que la tensión de un inminente conflicto nuclear afecta a los personajes normales de la calle; el chaval y el quiosquero, el dr. Malcom y su esposa, las lesbianas.... Habría supuesto un contrapunto interesante para tanta patada y tanto puñetazo. Después de todo, esto mismo es lo que hace Moore en el tebeo para que no se le vaya de las manos la parte más superheroica, y por tanto la parte menos creíble de la historia.


Como todo lo de Onetti, un relato denso, difícil, ambiguo, en el que uno intuye más de lo que acierta a entender. Sin embargo, una relectura atenta -o un par de ellas- revela por debajo de la más evidente trama de venganza, una historia de amor traicionado y de promesas incumplidas donde traidor y traicionado se desdibujan, se confunden y se diluyen en las fronteras que marcan la distancia entre el engaño más vil y el acto de amor más hermoso. Una obra maestra sin paliativos.
¿Quién no conoce el episodio de la apuesta del encendedor en la serie Alfred Hitchcock presenta, ese mismo que más tarde parodiaría Tarantino en Four Rooms? Pues he aquí el relato original. Y tan original: si hay un calificativo que haga justicia a Dahl es precisamente ese. Y el de maestro del relato sorprendente y desbordante de imaginación. Y con mucha mala leche. Y con o y con m: obra maestra.
Si la narrativa de Carver me parece despojada, directa, esencial y sin artificios, lo de Hemingway no tiene nombre. Con las descripciones justas, con unos diálogos que no ofrecen ni una palabra de más, Colinas como elefantes blancos, al igual que Los asesinos, es una muestra inigualable de cómo se monta un historia en torno a un hecho central que es silenciado, que nunca se menciona directamente y que sin embargo se hace presente en el relato hasta la asfixia. Hemingway no da la más mínima tregua al lector y sirve un relato compuesto exclusivamente de díalogos verosimiles, elaborados sólo con aquello que los personajes, conocedores de los hilos que mueven la trama, verdaderamente podrían decirse, eliminando sin piedad todo aquello otro que el lector necesita como agua de mayo para comprender lo que sucede, pero que sin embargo jamás será dicho porque quienes tienen que decirlo ya lo conocen. Otra obra maestra.
Si hay algo que me fascina de determinados escritores norteamericanos es que parecen no tener la necesidad de demostrar que saben escribir. Simplemente escriben la mejor historia que pueden, de la manera más eficiente que conocen y les da tres narices si aquello suena a bien escrito o no. Es cierto que en parte este efecto puede deberse a la traducción, aunque yo más bien apostaría a que se trata de un rasgo de estilo; no importa, se deba a lo que se deba lo cierto es que los relatos funcionan maravillosamente bien tal cual uno los puede leer traducidos al castellano. Este es, por supuesto, el caso de Cheever. Como en Hemingway, aunque no tan acentuado, en Cheever no hay preciosismos, no hay un esfuerzo por enganchar al lector a través del oído; su escritura está cargada de imágenes perturbadoras, de una gran fuerza que se clavan directamente en la consciencia -o tal vez en el inconsciente- pero que jamás cautivan por su belleza o por la agilidad de su ritmo. Leído de buenas a primera, sin preaviso, Cheever puede parece torpe, como si acaso no dominara la sintaxis de la escritura. Ah, pero si se vence esta primera impresión y se traspasa el umbral de los primeros párrafos, pronto se halla uno atrapado en una red fascinante de personajes frustrados, de situaciones de una violencia soterrada, de una hipocresía, de una ambigüedad moral que nunca podrán dejarle indiferente. Los cuentos de Cheever, y en especial El marido rural, son cargas de profundidad dirigidas a la línea de flotación del American Way of Life, de ese ideal americano que devora sin piedad a sus habitantes y los devuelve transformados en carne de psiquiatra. Un relato que cuenta entre sus meritos el haber inspirado el American Beauty de Sam Mendes. Pues sí, lo diré también aquí: otra obra maestra de la narrativa breve.