domingo, 29 de abril de 2007

El polémico parto del cine: El nacimiento de una nación

¿Hasta que punto es posible desligar lo que se cuenta de la forma en que se cuenta? ¿Hasta que punto una narración fluida , bien construida, llena de aciertos y de momentos vibrantes puede compensar un argumento, por el contrario, endeble, ridículo e incluso malintencionado? ¿Qué pesa más en una película, la deslumbrante articulación de recursos cinematográficos o una vergonzosa ideología? No tengo una respuesta unívoca para el caso de El nacimiento de una nación; mis sentimientos al respecto están divididos. Generalmente me gusta defender la autonomía del arte con respecto a las demandas de la realidad: el arte, si así lo desea el artista, puede encerrarse en su torre de marfil sin quedar invalidado. Es más, puede, si la capacidad intelectual del artista no da para más, ser vehículo de lujo para la expresión de ideas superficiales o francamente tontas y no desmerecer por ello. O incluso, rizando el rizo, servir para la defensa de ideales sencillamente detestables. Y es que el único pecado que en verdad jamás podrá perdonársele al arte es la perdida de la magia, de esa capacidad de persuasión que permite, mientras el espectador se mantiene bajo su influjo, aceptar como ciertas, o al menos como posibles, las tesis planteadas por la obra. Porque la obra podrá ser fantasiosa, mas tendrá siempre que parecer verdadera; la obra podrá ser estúpida, pero deberá siempre parecer razonable; la obra podrá, incluso, ser perversa, pero habrá de serlo de forma sutil y ambigua; habrá de permitir entrever que si bien no posee necesariamente la razón, si que puede tener sus razones. Ejemplo paradigmático de esto último sería El triunfo de la voluntad, un film de una ideología tan detestable como el de Griffith –si no más- y cuyas majestuosas imágenes, sin embargo, consiguen anular temporalmente la capacidad crítica del espectador.

¿Podemos decir esto mismo de El nacimiento de una nación? Casi, pero no. El nacimiento de una nación se puede disfrutar como una entretenidísima (algo tópica –tópica ahora; en su momento hasta los tópicos estaban por construir-) y épica historia de oprimidos y opresores; de buenos y malos que luchan por prevalecer; una amena ficción social que además asombra por su despliegue de inventiva y recursos cinematográficos. Y aun más si se la compara con A life of american fireman o Asalto y robo del tren, ambas de Edwin S. Porter o con Judith de Betulia, del propio Griffith, películas que hasta entonces -1915- constituían los logros más significativos del cine norteamericano. Sin embargo El nacimiento de una nación falla radicalmente no ya tanto en lo detestable de su ideología (la película cuenta el fantasioso génesis del Klan, fruto de una no menos fantasiosa situación social en la que los negros son los opresores y los blancos los oprimidos), sino en la forma tan burda e infantil en la que nos es presentada: no existe ni el más mínimo resquicio de humanidad o bondad en los personajes negros que permita abstraer al espectador de la condición panfletaria de la narración. Esta falta de mesura, de gradación y sutileza convierte su argumento en una triste parodia de los delirios racistas y del afán de venganza de ciertos sectores de ese sur norteamericano que tan dramáticamente vivió la derrota en la guerra civil y con ella el fin de su aristocrática organización social. Y al mismo tiempo impiden al espectador de nuestra época –y también a muchísimos de la suya- identificarse con lo que se les cuenta. Destruye, en definitiva, esa misma magia que el talento y el tesón de Griffith se empeñaron en construir.

En cualquier caso, El nacimiento de una nación es un film de visión indispensable cuya valoración siempre estará teñida de polémica. La mía, aun reconociéndole sus sólidos méritos y su condición seminal del arte de narrar con imagenes en movimiento, es más bien negativa.

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