LA CARICIA PERDIDA
Se me va de los dedos la caricia sin causa,
No es ningún secreto, o lo es a voces, que Woody Allen es mi director favorito, del que estoy dispuesto a defender casi cualquier película, por más mala que insista la crítica oficial en considerarla. Por ejemplo, a mi me encantan títulos como Sombras y niebla, Acordes y desacuerdos, La maldición del Escorpión de Jade, Todo lo demás, Septiembre o Melinda y Melinda; películas que jamás entrarán en el canon Alleniano y que sin embargo me parecen pequeñas maravillas, cada una a su manera. De todas formas, no me tengaís por fanático incondicional del director judío; también hay un tipo de film que no le soporto a Allen: aquellos en los que únicamente trata de hacer reír, sacrificando cualquier otro aliciente. Como en sus primeras películas, esos engendros del tipo de Bananas, El dormilón o Todo lo que siempre quiso saber sobre el sexo y nunca se atrevió a preguntar. Lista a la que tendré que unir desde ahora también esta Scoop. Aunque en verdad los defectos de Scoop sean de un tipo muy distinto a los de aquellas primeras películas. En su caso se trata más bien de la molesta sensación a película ya vista que inunda cada fotograma; de temas, tramas, giros, gracias y sorpresas ya gastados.
Aunque este es un defecto en el que se viene insistiendo desde hace tiempo, pues recordemos que hablar del agotamiento creativo del cine de Allen se ha convertido ya en un lugar común más frecuentado que el de la muerte de la novela, lo cierto es hasta ahora yo siempre había encontrado algo diferente en cada título, aunque fuera solo en cuestión de matices. Algo que no consigo con Scoop, con la que me declaro completamente incapaz de realizar tal hallazgo. La trama detectivesca guarda demasiados puntos en común con Misterioso asesinato en Manhattan; los personajes y escenarios recuerdan en exceso a los de la reciente Match Point –aunque con el sexo cambiado: ahora la arribista es ella y el rico él- y las referencias a la magia y al más allá parecen servidas directamente desde Sombras y niebla, Alice o La maldición del Escorpión de Jade.
Lo que la convierte en la primera película de Woody Allen en mucho tiempo a la cual no estoy dispuesto a defender.Y eso que cuenta con la actuación de la siempre sugestiva y estimulante Scarlett Johanson. Lo único que puedo decir en su favor es que tal a aquellos que no conozcan a fondo la obra del director neoyorquino no les resulte tan previsible y aburrida como a mí y hasta puede que sean capaces de disfrutarla con provecho. Afortunados ellos. Desgraciado de mi.
Se preguntaban los filósofos de la época, tras
los derechos civiles y la apertura a la modernidad y aquellos que deseaban perpetuar el estado de las cosas, bien en beneficio propio o bien en nombre de la tradición y la identidad –triste identidad- colectiva de un pueblo. Negros, gays, lesbianas o simplemente mujeres oprimidas se dan cita en las páginas de Stuck Rubber Baby para componer un hermoso canto a la libertad y a la diversidad de estilos de vida. Pero además, Cruse enriquece su novela gráfica contraponiendo a estas luchas colectivas los conflictos internos de un individuo que, más allá de la comprensión del resto de la sociedad, necesita, en primera instancia, lograr aceptarse en su verdadera identidad. Porque al fin y al cabo es precisamente ahí donde reside la clave del, en opinión de Borges, desmedido aprecio de nuestra sociedad por la libertad: sin ella es imposible manifestar y desarrollar la verdadera identidad, sin ella no se puede aspirar a descubrir esa forma de ser que es propia de cada uno, que nace de las vísceras, que es más fuerte que cualquier condicionamiento social o cultural y es condición sine qua non, en definitiva, para lograr la felicidad. Pues nada, que en mi opinión nos encontramos ante el que seguramente va a ser el mejor cómic publicado en España en este año 2006. Y todo eso a pesar de mis reticencias iniciales.
Puntuación: 10
¿Y el resto qué...?
Ahora que Mortadelo y Filemón están en el candelero gracias a los furibundos ataques de los defensores de la moral, el orden, la fe en el único dios verdadero, la unidad por cojones de España, la explotación laboral, las guerras ilegales a cambio de petroleo, las paranoias de Federico Jiménez Losantos y una cuantas cosas más que evidentemente merecen ser defendidas, ahora me acuerdo yo, vete tú a saber por qué, de los tebeos de Superlópez. A decir verdad –que es a lo que se viene aquí-, sí sé por qué. Para mí ambos tebeos forman parte de una unidad inextricable dentro de la estructura de mis recuerdos infantiles. Así que no es raro que nada más oír hablar de los personajes de Ibáñez se me disparen los recuerdos también hacia la creación de Jan. Fueron descubrimientos paralelos y ambos participaban de esa forma de estar en la vida tan graciosa y tan castiza que se caracteriza, al contrario de lo que sucede en los cómic de superhéroes americanos, que también devoraba con pasión en mi tierna infancia, más por la irrefrenable tendencia a perder o a ser golpeado con generosidad y frecuencia que por ganar o golpear. Claro, que puestos a elegir, casi todos mis amigos preferían Mortadelo y Filemón. Son más descacharrantes, decían ellos. Yo, sin embargo, siempre preferí Superlopez. Sus aventuras, además de graciosas, me parecían eso, aventuras. Mortadelo y Filemón por su parte no pasaban, a mí entender, del conjunto de chistes vagamente hilvanados.
Así que no os podéis imaginar –tal vez sí, quién sabe- como disfrutaba yo con la lectura de El Supergrupo, o de La semana más larga y los despistes del inspector Hólmez, con Los cabecicubos, ese trasunto cuadriculado de lo que fue nuestra guerra civil, de las triviales batallas de los dioses en La caja de Pandora, o de los descabellados excesos de La gran superproducción. ¡Qué etapa más gloriosa! Y qué decepcionante evolución. Y es que a partir del Cachabolick Blues Rock, los tebeos de Jan bajaron de calidad de una forma tan alarmante que a mi se me hace muy difícil entender como es posible que el mismo autor que nos sirvió las obras maestras anteriores pudiera acabar por dejaronos pestiños tan insoportables como el Periplo búlgaro, El hotel Pánico o El asombro del robot. Realmente lamentable.
En fin, hasta aquí llega mi rehabilitación de Superlopez. No es un gran bagaje, pero algo es algo. De todas formas advierto que deje de leer sus aventuras, salvo esporádicas excepciones -o decepciones, como El gran botellón, hacia el número 31, exactamente con el insoportable El crack. Por tanto aun me faltaría por leer unos 15 volúmenes, es decir, que podría existir alguna otra aventura salvable. Pero eso ya que lo compruebe otro.
¿Y el resto qué...?