Ella se desliza bajo el suave lino al amparo de la penumbra, el silencio y la ira; sabe que tras lo sucedido aquella tarde en el centro comercial un sentimiento hiriente y frío como una astilla de hielo se le ha clavado en el corazón. Él apenas levanta la vista del libro y se mantiene callado; mejor, no quisiera por nada del mundo tener que enfrentar ahora lo que, acaso por inevitable, ya tampoco reclama urgencia. Sólo desea dormir, olvidar la imagen de su marido besando a aquella extraña, olvidar su sumisa humillación y tratar de ganar las fuerzas necesarias para intentar cambiar las cosas.
Entre las sabanas sus cuerpos se rozan levemente; ella lo rechaza, se ovilla sobre si misma y cierra los ojos con intensidad. No quiere mirar los de él, los rehuye como si pudieran convertirla en piedra; no quiere ni puede dejar que ésta vez sea una vez más. Sin embargo, cuando los abre, al igual que en las ocasiones precedentes, sus miradas terminan por cruzarse. Y entonces, maldita literatura, le vencen de nuevo aquellos viejos versos de ee cummigs. Nadie, ni siquiera la lluvia tiene manos tan pequeñas.
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