Aunque no sean quehaceres incompatibles, no es lo mismo, ni muchísimo menos, escribir bonito que escribir bien. Es más, yo diría que generalmente un exceso de preciosismo es señal inequívoca de una escritura deficiente. Y sí no, que se lo pregunten al bueno de Vargas Llosa. Comparen su escritura con la de, por ejemplo, un Carpentier o un Asturias y podrán comprobar lo deslucida que queda. Y sin embargo, quién se atrevería a decir de él que escribe mal. Porque la verdad es que Vargas Llosas tendrá todos los defectos que se le quiera poner –incluida su diestra, y no por hábil, orientación política- pero es un narrador como la copa de un pino. Habilidad que demuestra sobradamente también en Travesuras de la niña mala, novela que de no ser por ella, por su capacidad narrativa, se hubiera convertido en uno de los fiascos más grandes de su carrera literaria. Y es que en Travesuras de la niña mala el escritor peruano maneja materiales altamente peligrosos de los que con gran dificultad es capaz de salir airoso: cuenta las peripecias vividas, a lo largo de más de medio siglo, por dos seres atrapados en la vorágine de un amor destructivo y denigrante, que sin embargo, y de maneras distintas, se necesitan y buscan constantemente, llegándose, incluso, a ofrecer breves pero muy intensos momentos de felicidad. Una historia repleta de truculencias sexuales que se pasea alegremente por la frontera de lo inverosímil y lo grotesco, pero sin llegar a caer nunca de lleno en estas. Vargas Llosa reflexiona así sobre esa otra cara del amor de la que nada nos contaros los románticos, pues poco o nada tiene este amor de romántico y sí mucho, en cambio, de cruel ejercicio de poder. Algo, en verdad, tampoco excesivamente novedoso ni inspirado. Pero el autor de Conversación en la Catedral sabe enriquecer la narración con el excelente retrato de los lugares y acontecimientos históricos en los que se desenvuelven sus personajes, de forma que a uno le queda la sensación de haberse paseado por el Paris bohemio de los 50 y 60 o por el Londres del Flower Power de los 70. Incluso por una Madrid en plena apertura a la modernidad en los primeros años ochenta. Además tampoco olvida hacer, como es habitual en el, la crónica de las conmociones políticas sufridas por su Perú natal en este mismo periodo de tiempo. El resultado es un libro profundamente ameno que engancha como un best seller, pero que al final, también como los best seller, deja cierta sensación de vacío. Y sin embargo, yo se lo recomendaría a cualquiera: de Vargas Llosa, aun en sus momentos menos inspirado, siempre se aprende algo.
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