jueves, 11 de enero de 2007

El libro negro, de Orhan Pamuk

Una vez se dijo de García Márquez –no me pregunten ni dónde ni cuándo; mi memoria ya no es la que era- que la clave de sus novelas era un buen inicio y un buen final. El inicio, claro está, con el fin de enganchar al lector y conseguir que se trague el resto; el final, no menos claro que lo anterior, para que el lector salga de la misma con un buen sabor de boca, hecho que extenderá a la novela al completo. Pues bien, me queda la sensación de que el flamante Premio Nobel 2006, Orhan Pamuk, se aplicó bien el cuento cuando compuso El libro negro: la novela se abre con un planteamiento inicial muy atractivo, en el que un joven abogado, Galip, es abandonado por su adorada esposa Rüya sin más preaviso que una pequeña y ambigua nota de apenas diecinueve palabras; un abandono que coincide además con la misteriosa desaparición del hermanastro de ésta, afamado y polémico columnista con un mundo propio muy particular lleno de claves y secretos en el que se nos introducirá a través de las propias crónicas del personaje. Un planteamiento inicial que le sirve a Pamuk para adoptar la siempre atrayente formula de la investigación detectivesca y lanzarnos, a través de los lugares más recónditos de Estambul, a una búsqueda desesperada que es en verdad más filosófica y existencial que física. Y de la mano de esta premisa, y con el interés ya captado, adentrarnos en esa parte central que, según la crítica más radical, García Márquez no cuida; una parte central en la que Pamuk aburre inmisericórdemente con su indigesta batería de teorías, lecturas, relecturas, interpretaciones, fantasmagorías, ilusiones y espejismos en torno a las dificultades a las que debe enfrentarse Oriente si quiere mantener sus señas de identidad frente a la occidentalización triunfante.

Un tema que no carece de interés por sí mismo, pero que expuesto de la manera en la que lo hace la novela me hizo perder la atención más de lo deseable. Y sin embargo, hete aquí que si aguantas el chaparrón, si aprietas los dientes y sigues adelante, resulta que te encuentras con un final sencillamente soberbio, en el que se atan todos los flecos pendientes, en el que hasta la más enrevesada de las teorías parece recibir una explicación satisfactoria y que consigue, además – y esto me parece especialmente meritorio en un libro tan decididamente intelectual- llegar al corazón y emocionar.

El resultado, como ya preveían las malas lenguas, es que efectivamente la novela entusiasma en su conjunto y deja la sensación de una lectura bien aprovechada. Y de paso confirma que a pesar de sus evidentes connotaciones geopolíticas, los premios Nóbel son siempre –o casi siempre, seamos cautelosos- una apuesta segura.

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