¿Qué tienen en común la melancolía de Jason, la bohemia de la Generación Perdida y el montaje de un film de Tarantino? Pues que todos aportan su granito de arena a la composición de No me dejes nunca.
A partir de las andanzas parisinas de personajes de la talla de Hemingway, Pound, Joyce o Scott Fitzgerald y su inseparable e insufrible Zelda, Jason levanta acta de las penurias, dudas y amarguras que tuvieron que soportar estos genios literarios en aras de su arte; de los sacrificios con los que estos soñadores hipotecaron sus vidas y las de sus familias a cambio de una gloria incierta y una marginación segura. Pero lejos de conformarse con el retrato costumbrista, Jason aspira a adueñarse de los personajes y a hacer suyo sus destinos: en el París bohemio de No me dejes nunca Hemingway entretiene las tardes en los cafés haciendo bocetos a lápiz en su cuadernillo, a Zelda ya no le divierte ayudar a Scott Fitzgerald a rellenar los negros de sus páginas y el mayor defecto de Tolstoi es que aun sin ser un mal dibujante todos sus personajes tienen la misma cara. Porque los artistas aquí, además de ser animales antropomórficos -o Jasonmórficos si se prefiere-, ya no sueñan con convertirse en pintores o escritores de renombre, sino en alcanzar a ser grandes historietistas. Y tampoco se resignan pasivamente a su suerte: lejos de lo que señala la Historia, los personajes de Jason se aventurarán en un final sangriento que tanto por forma como por argumento recuerda poderosamente al desenlace de la estupenda Jackie Brown de Tarantino. Lo que no deja de ser un giro sorprendente para quienes conocemos al Jason intimista y distante, casi autista, de Espera o ¡Chhht!
A partir de las andanzas parisinas de personajes de la talla de Hemingway, Pound, Joyce o Scott Fitzgerald y su inseparable e insufrible Zelda, Jason levanta acta de las penurias, dudas y amarguras que tuvieron que soportar estos genios literarios en aras de su arte; de los sacrificios con los que estos soñadores hipotecaron sus vidas y las de sus familias a cambio de una gloria incierta y una marginación segura. Pero lejos de conformarse con el retrato costumbrista, Jason aspira a adueñarse de los personajes y a hacer suyo sus destinos: en el París bohemio de No me dejes nunca Hemingway entretiene las tardes en los cafés haciendo bocetos a lápiz en su cuadernillo, a Zelda ya no le divierte ayudar a Scott Fitzgerald a rellenar los negros de sus páginas y el mayor defecto de Tolstoi es que aun sin ser un mal dibujante todos sus personajes tienen la misma cara. Porque los artistas aquí, además de ser animales antropomórficos -o Jasonmórficos si se prefiere-, ya no sueñan con convertirse en pintores o escritores de renombre, sino en alcanzar a ser grandes historietistas. Y tampoco se resignan pasivamente a su suerte: lejos de lo que señala la Historia, los personajes de Jason se aventurarán en un final sangriento que tanto por forma como por argumento recuerda poderosamente al desenlace de la estupenda Jackie Brown de Tarantino. Lo que no deja de ser un giro sorprendente para quienes conocemos al Jason intimista y distante, casi autista, de Espera o ¡Chhht!
En fin, una propuesta interesante que invita a soñar con ese escenario ideal en el que el cómic usurpase el lugar privilegiado de la literatura, centrase el esfuerzo creador de los genios con los que ha contado aquella y de paso desarrollase una tradición, una teoría y una crítica propia al mismo nivel. Una idea que nos hace la boca agua a los aficionados al noveno arte pero que no creo que lleguemos a conocer jamás.
Puntuación: 8
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