viernes, 27 de febrero de 2009

Le puede ocurrir a cualquiera


No es lo mejor que he escrito, ni el cuento por el que más he luchado, ni tiene ninguna caracteristica especial que lo destaque del resto. Seguramente ni siquiera sea un buen cuento pero... me lo han publicado. Ha sabido estar en el lugar adecuado en el momento justo y el resultado es que ha acabado en papel impreso. En un pequeño volumen de relatos que no puede ni comprarse en una librería y que no va a leer absolutamente nadie pero... publicado está. Esperemos que no sea el último.


Le puede ocurrir a cualquiera (I concurso literario de prevención de conductas adictivas en el ámbito laboral)

Los domingos por la tarde a Tomás Urdiales le gustaba visitar en las afueras al viejo Jorge Duarte. Tomás trabajaba de lunes a sábado como mozo de almacén en las naves de Proconsa y allí había coincidido con Duarte durante los pocos meses que le restaban al conserje para jubilarse. Al principio le llamó la atención el chasquido, como de hojas secas, que hacía su pierna izquierda cuando caminaba. Después se acostumbró y acabaron siendo amigos.
Solían ocupar las tardes dominicales charlando de lo que fuese: las pensiones son una mierda, como esto siga así nos van a poner a todos de patitas en la calle, las mujeres de ahora tienen un polvo que no veas, ninguna tiene la elegancia de las de antes…
Se sentaban frente a frente con sus copas sobre la mesa: él un Balantines con cola; el anciano siempre un zumo de naranja. A veces Duarte le contaba historias de los viejos tiempos, de cuando fue jefe de almacén y le limpiaba los mocos a todos esos engreídos a los que después tuvo que tratar de don.

-Esos entonces no se atrevían ni a levantar la mirada del suelo cuando yo les hablaba. Qué tiempos…

A Tomás le divertían las anécdotas y los consejos del viejo. Le agradaba ver como se le iluminaba el rostro cuando creía haberle impresionado con sus historias. No obstante Duarte siempre se mostraba receloso cuando el mozo le preguntaba por su cojera.

-No quieras saber más de lo que te corresponde- le contestaba el ex conserje.

Sin embargo algo debía afligir el ánimo del viejo aquella tarde para que sin venir a cuento y sin que Tomás preguntase empezase a contarle los acontecimientos que tan celosamente se había negado a compartir hasta entonces.

-Antes trabajábamos hasta en las tardes de nochebuena, no como ahora, con tanto representante sindical y tanto cuento. Por supuesto lo hacíamos con la mente puesta ya en las fiestas; los chicos no paraban de bromear entre ellos y estallaban en atronadoras carcajadas a la más mínima ocasión. Incluso se atiborraban de polvorones. Todo el almacén estaba decorado para la ocasión y destacaban unas enormes estructuras metálicas que simulaban ser árboles de navidad; unos árboles que casi rozaban el techo de las naves con sus copas y debían pesar como un par de toneladas. Era grandioso. Recuerdo que serían sobre las cinco cuando empezó a fluir el whisky, el ron, el vodka y hasta alguna botella de champán. Todos nos desmadramos. Felipe le tiraba los tejos a Montse, la de contabilidad y Ricardito se paseaba en calzoncillo por el vestíbulo que unía las oficinas con las naves. Mientras el Cholo Fernández, que se había encargado la semana antes de afianzar los colosales árboles de navidad, se me fue a pegar como una sombra y me empezó a dar la tabarra con que mejor no pueden estar amarrados esos mostrencos, que mira que esos no los derriba ni un tornado, que tal vez se hunda toda la empresa, y hasta el país entero, antes de que se vengan abajo. Y yo, no me jodas Cholo, que si hace falta te los tiro ahora mismo. Todos nos reímos y seguimos bebiendo, cada uno a lo suyo. Y lo del Cholo debía ser marearme la perdiz, porque allí siguió el tío, erre que erre con sus árboles inamovibles. Así una hora completa. Yo no le hacía ni caso, pero una hora es demasiado para la paciencia de cualquiera; la mía es grande, pero también se rebasa. Cholo, eso no aguanta ni un envite con el montacargas, le pinché yo. Y así de estúpidamente nos apostamos la cena de navidad. Y casi sin saber ni cómo ni por qué me encontré aquella tarde de nochebuena subido al montacargas dispuesto a embestirle a un abeto desproporcionado. Los chicos se arremolinaban alrededor para contemplar mejor la operación. Felipe me hizo beber el último trago; encendí el motor, pisé el acelerador y le metí las palas a una de las estructuras metálicas. Por supuesto lo que no aguantó fue el montacargas, que al primer encontronazo volcó. Salí despedido y aterricé unos veinte metros más allá. Me destrocé la pierna izquierda: fémur tibia y peroné hechos añico. Peor suerte tuvo el pobre de Ricardito, al que se le vino el montacargas encima y por poco no la cuenta. Estuvo más de tres meses en la UVI inconsciente. Imagina las navidades que pasaron los chicos, de hospitales. No me atrevo ni a pensar que hubiera pasado si el bueno de Ricardito se llega a morir…

La voz se le quebró. Tomás miró el Balantines con desconfianza y apoyó su mano en la del anciano.

-Le puede ocurrir a cualquiera- dijo tratando de consolarle sin demasiada convicción.

1 comentario:

  1. Genial cuento.
    Enhorabuena, Sr. Elefante!
    Cuando sea famoso, recuerde a los que estamos abajo...


    Un beso

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