lunes, 6 de julio de 2009

Mucho mucho cuento... (I)

No es de recibo que en las pocas veces en que he intentado escribir me haya decantado siempre por el relato breve y sin embargo cuando leo opto invariablemente por la novela larga. Una actitud no demasiado coherente y sí bastante injusta con la literatura breve que ya iba reclamando un descargo. Después de todo, dónde mejor para aprender a escribir relatos que de la mano de los grandes maestro del género: los Onetti, Cortazar, Cheever, Carver, Dinesen, Dahl, Hemingway, Chejov, Monterroso y augusta compañía. Y aunque si tengo que ser sincero, no creo haber aprendido gran cosa -soy demasiado torpe- si que estoy persuadido de haber disfrutado como un enano. Hecho que de por si merece sin duda reseña y hasta recomendación. Voy a ello:

El infierno tan temido (Juan Carlos Onetti):


Como todo lo de Onetti, un relato denso, difícil, ambiguo, en el que uno intuye más de lo que acierta a entender. Sin embargo, una relectura atenta -o un par de ellas- revela por debajo de la más evidente trama de venganza, una historia de amor traicionado y de promesas incumplidas donde traidor y traicionado se desdibujan, se confunden y se diluyen en las fronteras que marcan la distancia entre el engaño más vil y el acto de amor más hermoso. Una obra maestra sin paliativos.


El hombre del sur (Roald Dahl):



¿Quién no conoce el episodio de la apuesta del encendedor en la serie Alfred Hitchcock presenta, ese mismo que más tarde parodiaría Tarantino en Four Rooms? Pues he aquí el relato original. Y tan original: si hay un calificativo que haga justicia a Dahl es precisamente ese. Y el de maestro del relato sorprendente y desbordante de imaginación. Y con mucha mala leche. Y con o y con m: obra maestra.


Colinas como elefantes blancos (Ernest Hemingway):


Si la narrativa de Carver me parece despojada, directa, esencial y sin artificios, lo de Hemingway no tiene nombre. Con las descripciones justas, con unos diálogos que no ofrecen ni una palabra de más, Colinas como elefantes blancos, al igual que Los asesinos, es una muestra inigualable de cómo se monta un historia en torno a un hecho central que es silenciado, que nunca se menciona directamente y que sin embargo se hace presente en el relato hasta la asfixia. Hemingway no da la más mínima tregua al lector y sirve un relato compuesto exclusivamente de díalogos verosimiles, elaborados sólo con aquello que los personajes, conocedores de los hilos que mueven la trama, verdaderamente podrían decirse, eliminando sin piedad todo aquello otro que el lector necesita como agua de mayo para comprender lo que sucede, pero que sin embargo jamás será dicho porque quienes tienen que decirlo ya lo conocen. Otra obra maestra.


El marido rural (John Cheever):


Si hay algo que me fascina de determinados escritores norteamericanos es que parecen no tener la necesidad de demostrar que saben escribir. Simplemente escriben la mejor historia que pueden, de la manera más eficiente que conocen y les da tres narices si aquello suena a bien escrito o no. Es cierto que en parte este efecto puede deberse a la traducción, aunque yo más bien apostaría a que se trata de un rasgo de estilo; no importa, se deba a lo que se deba lo cierto es que los relatos funcionan maravillosamente bien tal cual uno los puede leer traducidos al castellano. Este es, por supuesto, el caso de Cheever. Como en Hemingway, aunque no tan acentuado, en Cheever no hay preciosismos, no hay un esfuerzo por enganchar al lector a través del oído; su escritura está cargada de imágenes perturbadoras, de una gran fuerza que se clavan directamente en la consciencia -o tal vez en el inconsciente- pero que jamás cautivan por su belleza o por la agilidad de su ritmo. Leído de buenas a primera, sin preaviso, Cheever puede parece torpe, como si acaso no dominara la sintaxis de la escritura. Ah, pero si se vence esta primera impresión y se traspasa el umbral de los primeros párrafos, pronto se halla uno atrapado en una red fascinante de personajes frustrados, de situaciones de una violencia soterrada, de una hipocresía, de una ambigüedad moral que nunca podrán dejarle indiferente. Los cuentos de Cheever, y en especial El marido rural, son cargas de profundidad dirigidas a la línea de flotación del American Way of Life, de ese ideal americano que devora sin piedad a sus habitantes y los devuelve transformados en carne de psiquiatra. Un relato que cuenta entre sus meritos el haber inspirado el American Beauty de Sam Mendes. Pues sí, lo diré también aquí: otra obra maestra de la narrativa breve.

Y lo voy dejando de momento. No es que haya agotado ya todas las obras maestra que he leído últimamente, pero esta entrada ha sobrepasado ya mis declaradas y excasas pocas ganas de escribir y no está bien abusar de uno mismo. Ya habrá tiempo para retomar el hilo.

2 comentarios:

  1. Bah, yo entro y escribo de lo que quiero, no? como siempre ...

    Le regalé al final From Hell a mi chico, te hice caso (diosss, te hice caso!!!) y qué pasó?? Que me lo leí yo .. jeje ... así que gracias de parte de los. Un placer volver, estuve "perdida" por el ciberespacio y por Irlanda. Un poco de cada. Estoy volviendo, poco a poco y con ganas, eso es lo importante.

    Un trébol de cuatro hojas para tí.

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  2. Jo, que envidia, una lectura virginal de From Hell. Yo lo releí no hace demasiado tiempo, y aunque sigue pareciendome maravilloso, no se puede comparar al asombro de la primera lectura. Jo, más envidia todavía: perdida por Irlanda. Yo a lo más lejos que he llegado es a Toledo la semana pasada. Pero en cima en viaje formativo con los chavales de la escuela taller. Que sí, que sigue siendo muy bonito Toledo, pero no veas el trabajo que dan los niños...


    Una alcachofa de cuatro cogollos.

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