Y es que la contemplación de La tumba de las luciérnagas resulta un espectáculo tan conmovedor –ya digo, es del padre de Heidi y Marcos -como fascinante e hipnótico; cuenta las desventuras y miserias soportadas durante los bombardeos norteamericanos en la II Guerra Mundial por un hermano y una hermana japoneses de corta edad (unos catorce años el niño y unos cinco la niña) cuando quedan huerfanos (como Marcos) y se ven obligados a sobrevivir como malamente pueden. Sin embargo, tras este planteamiento tan poco atractivo –al menos a mi me lo parece- se esconde un film cuyas imágenes se cargan de poesía y son capaces de remontar alguna que otra caída innecesaria en el sentimentalismo y la ñoñería excesiva. Tanto que incluso a la hermana pequeña, que se pasa todo el metraje entre risas y lagrimas sin cuento (como Heidi), se le acaba tomando cariño. En este sentido cabe destacar la soberbia dirección de Takahata, que hace gala de un pulso narrativo verdaderamente envidiable, henebrando la trama a través de un ritmo sosegado y detallista que realza la belleza de sus imágenes. Como cabe destacar también la música de Yoshio Mamiya, que se une a la fiesta con acierto. Además el film funciona también como un duro testimonio del precio que debe estar dispuesto a pagar un país por apuntarse a la locura de la guerra.
Una pequeña maravilla que todo el mundo debería conocer, aunque no es recordable para ánimos con tendencias suicidas; difícilmente podrán evitar el desenlace trágico.
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