jueves, 16 de agosto de 2007

Una cuestión de familia, de Will Eisner

Una de las constantes que más repito en este blog es aquella por mor de la cual afirmo y descubro al resto de la humanidad -iluminado que es uno- el hecho incontrovertible e inadvertido de que el padre de la novela gráfica no dominaba verdaderamente el ritmo de aquella: a la más mínima ocasión aprovecho para quejarme del apresuramiento narrativo de obras como El soñador o Las reglas del juego (obras que por lo demás me encantan), de lo fragmentadas y poco visuales que llegaban a resultar, o de que rara vez permitieran al lector tener la sensación de estar presenciando en directo los acontecimientos que el narrador le cuenta. Y es que las novelas gráficas de Eisner nunca evocaron ese ritmo cinematográfico que hiciera tan grande a The Spirit, sino que bebieron y cimentaron su narrativa en la tradición oral. Algo que confieso que me resulta desagradable, pues me domina la impresión de que esta concepción del cómic reduce el término novela gráfica a la mera categoría de relato acompañado de ilustraciones (por supuesto estoy exagerando, aunque no creais que demasiado). Sin embargo no me atrevo a extender esta misma afirmación a Una cuestión de familia, pues por una vez el Eisner post-Spirit supo ajustar el tiempo y el espacio de su narración a la duración del propio tebeo; es decir, por una vez el lector no tiene la sensación de que el escritor judío pretendió abarcar más de lo que es lógico hacer en el número de páginas utilizado. Y es que en verdad Eisner no hizo aquí una novela gráfica, sino que más bien invento un género nuevo: inventó el teatro gráfico. Y teatro del bueno, además.

Una cuestión de familia relata el traumático reencuentro de una familia desecha a la que apenas mantiene unida el vago y difuso sentimiento de haber pertenecido en tiempos a un mismo grupo humano, sin hablar, claro, del mucho más concreto e intenso deseo de echarle la zarpa al puñado de dólares fáciles que les puede reportar la herencia. De esta manera, la historia nos encierra durante unas pocas horas en los límites claustrofobicos de la pequeña vivienda en la que tendrá lugar la reunión, donde un ramillete de pintorescos personajes comprondrán un retablo asfixiante de las bajezas y miserias que laten soterradamente –y no tan soterradamente- en esa santa institución que es la familia. Aquí no hay lugar a las concesiones para los buenos sentimientos o las buenas intenciones, aunque Eisner tampoco quiere cebarse con los personajes, a los que retrata con dureza pero sin mostrarlos jamás peores que el común de los mortales. Así, con sus miembros se dan cita en esta dramática reunión la envidia, la crueldad gratuíta, la superficialidad, el egoísmo, la traición o la avaricia, componentes indisolubles de cualquier conjunto humano, aun incluso de aquel grupo -la familia- que se supone refugio natural para el afecto sincero y desinteresado, porque al fin estos sentimientos, estas actitudes, son también inseparables del alma humana.

El resultado es, ya lo he dicho, una intensísima pieza de teatro gráfico que sirve para justificar el más que merecido prestigio de su autor. Aunque no por ello voy a dejar yo de insistir de aquí en adelante en que no me gusta la concepción de sus otras novelas gráficas. Cabezorro, además de iluminado, que es uno.

Puntuación: 9


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