Aunque Allen dirigió su primera película, Toma el dinero y corre, allá por 1969, no sería hasta casi diez años después cuando con Annie Hall (1977) el director neoyorquino pareció encontrar la forma y el tono adecuados para sus películas, esa dosificación exacta de humor, drama, romanticismo y reflexión existencial que tan buen resultado le dio desde entonces. Prueba de ello es que durante la siguiente década Allen firmaría –y filmaría- las que posiblemente sean sus mejores películas: Manhattan (1979), La rosa purpura del Cairo (1985), Hannah y sus hermanas (1986) Otra mujer (1988) o Delitos y faltas (1989). Y sin embargo ya en el temprano 1972, cuando Woody continuaba aun inmerso en su periodo de aprendizaje existía un film que sin ser de Allen era casi tan alleniano como después llegarían a serlo sus mejores películas. Me estoy refiriendo, por supuesto, a Sueños de un seductor (Play it again, Sam) de Herbert Ross. Y es que Sueños de un seductor casi merecería figurar por derecho propio como la verdadera opera prima de Allen; un Allen antes de Allen.
Guionizada por él mismo a partir de una pieza teatral propia, Sueños de un seductor encuentra en el oficio de ese artesano del cine que fue Herbert Ross el vehículo idóneo para su desarrollo; un oficio que le imprime la sobriedad, la solidez y la contención de las que hasta entonces venía careciendo el cine de Allen y que tan necearias resultaban para que por encima de todo pudieran subrayarse los retratos de los personajes y sus vicisitudes. No olvidemos que fue él mismo, sabedor de sus limitaciones tras la cámara, quien le pidió a Ross que se encargará del proyecto. Sin embargo a pesar de que el film presenta indudables similitudes con su cine posterior, Sueños de un seductor contiene rasgos y señas de identidad que la hacen diferente a las demás películas allenianas y que le otorgan una personalidad propia, independiente de aquellas. Así por ejemplo se podría señalar que mientras en la obra posterior de Allen la temática recurrente de la mutua incomprensión entre hombres y mujeres se produce predominantemente en el marco del matrimonio, o al menos en el contexto de parejas ya establecidas, en Sueños de un seductor esta mutua incomprensión se da más bien en la fase previa, cuando la pareja aun no se halla formada, o lo que es lo mismo, si en aquellas la dificultad estriba en la pervivencia de la pareja, aquí lo problemático es su misma formación; más aun, mientras que en su filmografía el amor suele brotar con evidente facilidad, incluso me atrevería a decir que con excesiva generosidad y sus personajes rara vez conocen verdaderamente lo que significa la soledad, en Sueños de un seductor a Alan Felix, el treintañero neurótico abandonado por su esposa al que da vida Allen, le costará dios y ayuda encontrar pareja. Dios y ayuda, o la ayuda de dios encarnado en la legendaria figura de un Bogart imaginario que servirá de modelo al personaje.
Pero además el humor de Sueños de un seductor no es tampoco exactamente el mismo al que nos tiene acostumbrado su filmografia madura; aquí aun la comicidad se sustenta más en el gag visual, en la desmedida torpeza de Allen, que en esos dialogos tan endiabladamente ingenioso que son santo y seña de sus películas. Y no es que en el film de Ross falten las conversaciones hilarantes, pero en ningún momento adquieren ese papel protagonista que sin duda toman en la obra del neoyorquino. Diferencias estas que le dotan, como ya digo, de una personalidad propia pero que sin embargo no ahogan en ella el sabor del mejor Woody Allen; de ese Allen inteligente, divertido, sensible e, incluso en algunos momentos, profundo.
En fin, una obra peculiar que resulta especialmente interesante por cuanto permite vislumbrar no sólo lo que habría de ser después el cine de director judío, sino incluso lo que hubieran podido ser sus películas anteriores a Annie Hall si Allen hubiera alcanzado antes su madurez tras la cámara o si hubiese cedido la dirección a profesionales más experimentado.
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