No les quiero abrumar con los detalles del incidente –tampoco recuerdo gran cosa-: simplemente alegaré en mi defensa que una vez más se bloqueó la dirección de mi SEAT 133 y que cuando quise darme cuenta el muro de hormigón armado ya se me había echado fatalmente encima. Después vino la oscuridad y el silencio. Y más tarde, cuando recuperé la consciencia, las caras sorprendidas de los médicos de cuidados intensivos. Por lo visto pasé año y medio sumergido en un coma profundo del que no debería haberme podido recuperar. Pero me recuperé, y no sólo volví a la vida, sino que lo hice sin ninguna secuela aparente. Y digo aparente porque aunque las radiografías, resonancias magnéticas, escáneres cerebrales y hasta ecografías a las que me vi sometido los días posteriores a mi milagrosa resurrección no pudieron poner de relieve nada extraño –si no lo era de por sí el hecho de que no pudieran hacerlo- lo cierto es que no tardé en darme cuenta de que algo en mi interior había cambiado, de que algún tipo de barrera o de traba se había roto desatando un torrente de creatividad inusitado del que yo me sentía completamente ajeno, como si las ideas que ahora se me empezaban a agolpar en la mente provinieran de otra conciencia de la que yo era un simple receptor.
¿Qué? ¿Les parece demasiado increíble? ¿No les convence el relato? ¿Piensan que es una bazofia? Pues atrévanse a tirar el libro a la basura y a proclamar a los cuatro vientos que el gran Jorge Duarte, el novelista de fama mundial de cuyo prestigio y renombre se dice que seguirán venerando por muchos siglos las generaciones futuras es, en el fondo, un pésimo escritor. Ya sabía yo que no lo harían; ya me imaginaba que este relato les iba a resultar también fascinante y que no se atreverían a abandonarlo hasta leerlo de cabo a rabo. Lo de siempre. Al menos, si no tienen las agallas suficientes para hacer lo que deben hacer, hagan el favor de callarse y no vuelvan a interrumpir.
Continúo entonces. Recibí el alta médica una semana después; fui a la licorería de la esquina , compré una botella de güisqui y me encerré a cal y canto entre las cuatro paredes desconchadas y mugrientas que por entonces constituían mi hogar. Me sentía dominado por una urgencia inaplazable, por una especie de pulsión creadora que doblegaba a su antojo mi voluntad y que casi no me permitía conciliar el sueño ni probar bocado. Contado así tal vez les pueda parecer aterrador, pero créanme si le digo que fue la experiencia más maravillosa que hasta entonces hubiera conocido en mi vida; me sentía invencible, imbuido de una fortaleza y una seguridad de la que nunca antes había disfrutado: las palabras, las frases, los temas, los personajes, los diálogos, la estructura, todo, absolutamente todo fluía de mis dedos al papel con tal naturalidad que más que escribir parecía que estuviera leyendo una obra ya publicada. Tardé apenas dos días en terminar las quinientas páginas de Haciendo Surf entre los escombros, sin que en ese tiempo llegara a abrir la botella de güisqui. Luego me la bebí entera de un solo trago y a continuación me pasé veinticuatro horas durmiendo extenuado. Cuando al fin desperté estaba tan satisfecho del resultado final que ni siquiera me molesté en corregir una sola palabra del manuscrito y exactamente como lo había dejado salí con él a cuestas en busca de un editor. Era tal mi entusiasmo que no me di cuenta de que no me acompañaba ningún síntoma de resaca.
¿Qué? ¿Les parece demasiado increíble? ¿No les convence el relato? ¿Piensan que es una bazofia? Pues atrévanse a tirar el libro a la basura y a proclamar a los cuatro vientos que el gran Jorge Duarte, el novelista de fama mundial de cuyo prestigio y renombre se dice que seguirán venerando por muchos siglos las generaciones futuras es, en el fondo, un pésimo escritor. Ya sabía yo que no lo harían; ya me imaginaba que este relato les iba a resultar también fascinante y que no se atreverían a abandonarlo hasta leerlo de cabo a rabo. Lo de siempre. Al menos, si no tienen las agallas suficientes para hacer lo que deben hacer, hagan el favor de callarse y no vuelvan a interrumpir.
Continúo entonces. Recibí el alta médica una semana después; fui a la licorería de la esquina , compré una botella de güisqui y me encerré a cal y canto entre las cuatro paredes desconchadas y mugrientas que por entonces constituían mi hogar. Me sentía dominado por una urgencia inaplazable, por una especie de pulsión creadora que doblegaba a su antojo mi voluntad y que casi no me permitía conciliar el sueño ni probar bocado. Contado así tal vez les pueda parecer aterrador, pero créanme si le digo que fue la experiencia más maravillosa que hasta entonces hubiera conocido en mi vida; me sentía invencible, imbuido de una fortaleza y una seguridad de la que nunca antes había disfrutado: las palabras, las frases, los temas, los personajes, los diálogos, la estructura, todo, absolutamente todo fluía de mis dedos al papel con tal naturalidad que más que escribir parecía que estuviera leyendo una obra ya publicada. Tardé apenas dos días en terminar las quinientas páginas de Haciendo Surf entre los escombros, sin que en ese tiempo llegara a abrir la botella de güisqui. Luego me la bebí entera de un solo trago y a continuación me pasé veinticuatro horas durmiendo extenuado. Cuando al fin desperté estaba tan satisfecho del resultado final que ni siquiera me molesté en corregir una sola palabra del manuscrito y exactamente como lo había dejado salí con él a cuestas en busca de un editor. Era tal mi entusiasmo que no me di cuenta de que no me acompañaba ningún síntoma de resaca.
mmmm, ¿el escritor recuperó la "conciencia" o la "consciencia"?
ResponderEliminarGracias boca por la puntualización. Aunque son practicamente sinónimos, lo cierto es que existe un matiz que quizas haga más adecuado en este caso hablar de consciencia que de conciencia. Te tomo la palabra y lo rectifico.
ResponderEliminarSi no llega a ser por lo de beberse una botella de güisqui entera de un trago nunca hubiera imaginado que se trataba de un relato fantástico.
ResponderEliminarUn Alkaseltzer.
Ya sé que el resto pudiera ser mi biografía de aquí a unos años. Pero lo de la botella de güisqui tampoco es tan extraño, el hombre tenía sed después de tanto escribir y se la bebió. Por cierto, ahora que lo dices creo recordar que en Guerra y Paz, de Tolstoi hay un personaje que se traga una botella entera de vodka también de un trago y además sentado en el alfeizar de una ventana con claro riesgo de caer al vacio. Claro que era un soldado cosaco y casi ni cuenta.
ResponderEliminarSi, es que para los cosacos beberse una botella de vodka y un cartón de tabaco es como para nosotros una clara con limón y un chupachups.
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