Hoy he llegado veinte minutos tarde al trabajo y me he ganado otra buena bronca de Teresa. Lo peor es que esta vez no había ninguna razón para ello. Otras veces sí, pero hoy no. Hoy he salido de casa con el tiempo suficiente como para haber llegado antes de que abrieran las puertas de la correduría. No con tanta holgura como para detenerme a desayunar en el California, pero sí con la suficiente como para poder solventar cualquier pequeño percance que pudiera surgirme por el camino.
Eso mismo es lo que ha sucedido.
A mitad de camino se ha puesto a parpadear con insistencia la luz ámbar del depósito de gasolina. Aunque he intentado apurar mi suerte, al final no me ha quedado más remedio que parar en la estación de servicio que hay frente al aeropuerto. Nunca me acuerdo de mirar el nivel de la gasolina hasta que estoy en reserva. Ni el del agua. Ni el del aceite. En verdad nunca miro nada del coche. La gasolinera estaba semidesierta; sólo un camión cisterna aguardaba su turno. He pensado que después de todo no iba a tener tanta mala suerte. El conductor se ha apeado y ha pedido lleno, por favor. El mozo de la estación ha necesitado casi diez minutos para llenarle el depósito. Después, cuando el camión se ha marchado, ha desaparecido también él. He esperado impaciente pensado que las necesidades fisiológicas son las necesidades fisiológica, pero que de todas formas me estaba haciendo la puñeta a base de bien. El mozo aun ha tardado más de un cuarto de hora en aparecer. Cuando al fin he salido de la gasolinera ya sabía que de nuevo iba a llegar tarde al trabajo. Al menos esperaba encontrarme poco tráfico en la carretera, pero decididamente hace tiempo que la suerte me ha abandonado. Me he topado con una procesión de tractores y remolques que me ha tenido los últimos kilómetros en tercera y sin pasar de cuarenta. Y no estamos en época de tractores.
Al final bronca y disgusto.
Antes nunca me disgustaban las broncas, pero desde que me esfuerzo por evitarlas cada una de ellas me echa a perder el día. Me doy cuenta de que por más que lo intente todo me sale del revés y eso me deja un regusto amargo a bilis y a frustración en el paladar. Para quitarme el mal sabor de boca he subido a ver a María. He preferido hacerlo por las escaleras. Últimamente estoy engordando mucho y he decidido hacer más ejercicio, andar más, ir a la piscina, nadar y todo eso. Por supuesto ni se me ha pasado por la mente la idea de comer menos. El bullicio es insoportable en la planta de reclamaciones. Cada vez hay más personal. Me he sentado frente a María y he estado unos minutos mirando el cristal roto de la ventana. El agujero es del tamaño de una grapadora grande. Sé que es del tamaño de una grapadora grande porque fui yo mismo quien lo rompió. Habíamos estado discutiendo por alguna razón que ninguno de los dos recordamos ya y entonces le tiré la grapadora grande a la cara. Pude tirarle la pequeña, pero preferí probar con la grande. Por suerte María logró agacharse a tiempo. Ahora en invierno, mientras hablamos podemos ver el vaho formándose a nuestro alrededor con cada palabra. En verano tenemos la sensación de que se está más fresco a la intemperie que allí. Mientras María ordena unos formularios pienso que deberíamos tener aire acondicionado. De hecho estuvimos a punto de tenerlo, incluso habíamos preparado ya el hueco que iba a ocupar en la pared de su despacho, pero al final la administración denegó la subvención para equipos de inversiones nuevas y nos quedamos con las ganas. Cuando en invierno se nos escapa el calor por el roto de la ventana, o se nos cuela en verano la calina, miramos los dos el hueco vacío de la pared y nos lamentamos de nuestra poca fortuna.
De eso hace ya casi cinco años.
En varias ocasiones le hemos suplicado a Teresa que haga cambiar el cristal roto de la ventana, pero ella prefiere hacerse la sueca. Sabiendo cómo sucedieron las cosas, nosotros tampoco nos atrevemos a insistirle con demasiada vehemencia. Durante casi una hora hemos rajado de Teresa. Aunque María nunca se lleva broncas, tampoco ella la soporta. Después, sin venir a cuento, me ha preguntado por qué nunca escribo sobre la oficina en mi blog. No he sabido qué contestarle. La verdad es que no lo sé. No tengo ni idea. Supongo que nada de lo que sucede aquí me parece interesante. María me ha hecho prometerle que escribiría una entrada sobre el día de hoy. Se lo he prometido con poca convicción y he bajado a mi despacho. Me he puesto a rellenar pólizas y he atendido al teléfono hasta la hora de salir. Lo más curioso de rellenar pólizas son los nombres de los asegurados. Tienen nombres de novela decimonónica, de personajes de Pérez Galdós: Tomás Urdiales y Urdiales, Jorge Santa Cruz Duarte, María Nube del Hoyo… Debería leer más a Galdós. Y a Shakespeare. Y ver alguna que otra película de vez en cuando. Debería pasar más tiempo en casa. Últimamente paso demasiado tiempo en los bares.
No he hablado con nadie más en el resto de la jornada.
No me ha pasado nada de vuelta del trabajo.Ya en casa he empezado a redactar estas notas; no tengo nada que contar y alargo superficialmente cada detalle, cada pensamiento que se me pasa por la cabeza. Incluso algunos los invento. Mientras las concluyo, me prometo a mí mismo que jamás volveré a escribir sobre mi vida laboral. Y si María insiste de nuevo, juro que le tiraré otra vez la grapadora grande a la cara. Y esta vez no pienso fallar.
a veces sí te sale ser espontáneo. me ha gustado la entrada y saber que eres pésimo con la puntería :P
ResponderEliminarVaya, muchas gracias, mis buenos esfuerzo me costó esa espontaneidad. Y ya que lo dices, te revelaré un secreto: todo lo que cuento es mentira, salvo lo de mi pesima puntería.
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