jueves, 23 de febrero de 2006

Presento mi candidatura al Nobel de literatura del año próximo

Una de mis bitácoras favoritas - sí, bitácora y no blog- es Crisei, de Rafa Marín. En ella el bueno de Rafa nos regala casí a diario alguna verdadera perla de sabiduría (a diferencia de las mias, que son más falsas que la de los collares de golosina). Pero como no sólo de reseñas y reflexiones se alimenta el alma humana, toda dieta sana y equilibrada necesita también de su ración de ficción pura. Por ello Rafa nos obsequia además de cuando en cuando con alguna buena narración (lo digo en serio, que nadie quiera ver sarcasmo donde no lo hay). Pues bien, me preguntaba yo hoy, ¿y por qué no puedo yo también dejar de cuando en cuando mi propia narración? Y la verdad es que no he encontrado ninguna razón por la que no pueda hacerlo.

Claro, habrá quien diga que Rafa es un autor publicado - recuerdese que es autor, entre otras muchas novelas, de uno de los clásicos de la ciencia ficción española más reconocidos: Lágrimas de luz- mientras el mua no es absolutamente nadie (en el panorama literario; fuera de él también soy persona). Vale, es cierto, pero esa objeción responde a otra pregunta que yo no he planteado, a saber: ¿por qué yo no puedo escribir una buena narración como hace Rafa? Pero ya digo que mi pregunta no era esta. Así que me reafirmo en lo dicho: no existe ninguna razón por la que yo no pueda escribir mi propia narración.

Dicho y hecho. Aquí la teneis. Como suele sucederle a los padres primerizos, aún no he decidido que nombre le voy a dar. Aceptos sugerencias (a ver si así alguien pica y se decide a dejar algun comentario...):

Si me preguntan qué es el amor, al igual que San Agustín en otros menesteres, les responderé circunspecto que no tengo ni la más mínima idea. En cambio, si tienen la deferencia –y la educación- de no preguntarlo, entonces, a diferencia de aquel, les diré que sigo sin saberlo. Pero recompensaré la amabilidad contándoles una historia, por lo demás intrascendente, que acaso ilustre con mayor claridad que cualquier confusa explicación qué es para mí el amor.
Los hechos que me dispongo a narrarles sucedieron a principio de los ochenta, cuando tras divorciarme de mi tercera mujer decidí volver a España. No llevaría un mes instalado en Madrid cuando fui invitado a pronunciar unas palabras en el acto de presentación del último libro del mexicano Jorge Duarte. El acontecimiento, que tendría lugar en los salones del Ritz, estaba previsto para el fin de semana siguiente. Por aquel entonces yo no había leído ni una sola línea suya, por lo que la cordura y la prudencia deberían haberme exigido rechazar amablemente la invitación y olvidar sin más el asunto. Sin embargo razones de orden superior no me dejaron más opción que aceptar: pagaban generosamente y a mí, tras mi reciente divorcio, no me sobraba precisamente el dinero. Eso sí, para acallar las protestas de mi conciencia - bastante tenues, para qué negarlo-, pasé los días previos pegado a los anaqueles de la Biblioteca Nacional leyendo cuanto análisis o reseña sobre su obra pude encontrar. Finalmente, y ya en las vísperas del acto, alcancé a escribí una elogiosa semblanza de cuatro folios en la que, con la autoridad que concede la ignorancia, hice exaltación de la destreza y la crudeza con la que sus novelas reflejan la lucha desigual del hombre despojado de valores por la sociedad de consumo. Con todo, y contra los dictados de la sensatez y el buen gusto, recibí el aplauso entusiasta de los asistentes y la agradecida felicitación del propio Duarte.

Pero retrocedamos en el tiempo; mi historia, de no ser por las dudosas exigencias de la técnica narrativa, debería haberse iniciado cinco años antes, en Santiago de Chile, en los tiempos en los que ninguno de los dos había alcanzado aun la más mínima notoriedad en el panorama editorial. Duarte y yo nos habíamos conocido en un acto similar organizado por la Universidad Católica; el viejo Fonteriz, que en paz descanse, presentaba la que a la postre sería su última novela y un amigo común, al que entusiasmaba el paralelismo que creía reconocer entre nuestras carreras literarias, insistió concienzudamente en presentarnos. Confieso que a pesar de las magnificas referencias de nuestro amigo común me resistí tanto como pude a tal acontecimiento: entonces Duarte era apenas un muchacho imberbe al que las maneras torpes y la piel blanca pegada a los huesos no le conferían precisamente el aspecto de alguien a quien aguarde un destino señalado. Además, en aquella época andaba yo sumido en el dolor de mi segundo divorcio y en nada me apetecía conocer a otra promesa de las letras hispanas, otra entre tantas de las que decían que con el tiempo nos harían olvidar a los nombres sagrados del Boom. Sin embargo, siempre me he jactado de poseer una fina intuición que me permite reconocer una buena historia en cuanto se me pone delante y admito que en aquellos ojos ardía una especie de fuego orgulloso y triste que prometía un material excelente para algún futuro relato. Le concedí audiencia por casi una hora.
Recuerdo que con voz apagada y nerviosa Duarte fue haciendo una sentida exposición de todos los tópicos y lugares comunes con los que los jóvenes escritores suelen defenderse del peso de la indiferencia. Mientras, aburrido, yo iba dando cuenta de las bebidas ofrecidas y cediendo poco a poco a los efectos del alcohol al tiempo que comenzaba a lamentar lo poco atinado de mi intuición. Fue entonces, en medio de no sé qué lamento, cuando una hermosa joven de pelo oscuro y ojos grandes y vidriosos pasó frente a nosotros. Duarte perdió inmediatamente la voz; palideció y tras unos instantes de silencio, me preguntó ensimismado “¿por qué mientras más las queremos más nos desprecian ellas?”. Sorprendido, no supe o no quise contestarle. Después abandonó cualquier interés por la conversación y pareció sumirse en la melancolía. Alguien me contó más tarde que el mexicano andaba enamorado de Laura –así se llamaba- y ella, conciente, se dedicaba a jugar con él dejándose querer unos días para rechazarlo tajantemente otros. Volví a fijarme en la muchacha. Era verdaderamente hermosa. No me costó comprender la fascinación que ejercía sobre él.

A esta insignificante anécdota se reducía hasta la presentación de su libro mis relaciones con Duarte. Volvimos a charlar aquella noche, ya en el cóctail posterios. A pesar del escaso tiempo transcurrido y aun cuando la vida parecía haberle tratado bien -sus últimas novelas habían sido bien acogidas por la crítica y registraban ventas no desdeñables- lo hallé bastante envejecido. Su pelo escaseaba sobre su cráneo desigual y las pocas y mal repartidas matas eran ya plateadas. Duarte hizo esta vez repaso pormenorizado de sus proyectos futuros mientras yo, igualmente aburrido y de acuerdo a la costumbre, iba rehogando sus palabras con buen vino. Lo cierto es que a mí no me interesaban lo más mínimo sus planes inmediatos, así que envalentonado por el alcohol y acordándome de nuestro único encuentro, le pregunté malicioso por las razones por las cuales ellas nos desprecian con mayor ahínco cuando nosotros las queremos con más entusiasmo. No llegó a contestarme: en ese preciso momento, radiante y aun más hermosa y joven de lo que yo podía recordar, Laura hizo acto de presencia en la sala y besándolo y pidiéndome disculpas se lo llevó aparte. Me quedé fascinado observándolos. Al parecer llevaban año y medio casados.
No volví a hablar con Duarte en el resto de la noche, hasta lo sucedido después en la habitación.

Aproveché para perderme por los enormes salones del Ritz, deambulando de un lado a otro sin ninguna razón y conversando ocasinalmente con todo tipo de invitados: editores que aprovechaban la ocasión para pedirme algunos cuentos, empresarios de los medios de comunicación que se deshacían en elogios hacia mi obra y me proponían colaboraciones en sus periódicos o esposas cincuentonas que se declaraban admiradoras incondicionales de mis novelas. Mientras, seguía dando cuenta de los caldos ofrecidos, tanto que, para cuando el acto alcanzó su apogeo, ya las proporciones de mi embriaguez aconsejaban la retirada cautelosa y discreta. Sin embargo éstas nunca han sido cualidades que adornen mi persona; fui a los servicios y dejé hueco para seguir bebiendo. Fue entonces cuando me encontré a solas con Laura.
No pude evitar examinarla de arriba abajo; lucía un traje de noche oscuro que la hacía muy deseable. Aproveché la ocasión para presentarme. Ella conocía bien mi obra e incluso se permitió la confianza de realizar varias observaciones, sin duda muy inteligentes, que yo no estaba en condiciones de apreciar. Hablamos desprejuiciadamente de literatura, de su marido, de ella, de mí, de sexo... Además de verdaderamente hermosa, era una mujer fascinante, de una inteligencia y maldad sin límites. Me sentía hipnotizado por el desparpajo con el que exhibía su perversidad. Mientras hablábamos yo seguía bebiendo; ella me acompañaba fácilmente. Sé que deseaba ardientemente besarla pero no puedo asegurar que fuese yo quien lo hiciera primero. Fuera como fuese, lo cierto es que no lo lamenté. No tardamos en acabar desnudos en una de las habitaciones del hotel.

Lo que sucedió después se me hace muy confuso, mezclado con el regusto amargo de los vómitos. Recuerdo a Jorge Duarte llorando y a Laura marchándose de la habitación enfurecida. Me recuerdo doblado ante un retrete, vomitando una pasta negra y pestilente. Fue el propio Duarte quien evitó que me cayera al suelo agarrándome por debajo de los brazos mientras lloraba resignadamente. Comprendí que aquello no era algo nuevo para él. Mientras la habitación bailaba vertiginosamente sobre nosotros le aconsejé que la dejara.

Ya he dicho que estos últimos acontecimientos los recuerdo muy confusamente, difuminados por la niebla que el alcohol dejó en mi memoria. Sería conveniente aceptarlos como una recreación aproximada de lo que debió de sucedió en aquella habitación del Ritz de Madrid. Sin embargo hay algo que no soy capaz de olvidar: la profunda tristeza con la que me dijo, mirándome a los ojos, que no somos más que lo que amamos.

No los volví a ver hasta cinco años después, en el D.F. Le habían concedido el Premio Nacional de la Crítica. Me alarmó comprobar lo avanzado de su deterioro físico. Sin embargo, por ella parecía no pasar los años.


Hala, ahí queda eso. Ya sólo me quedan por hacer reseñas de ajedrez. Al tiempo.




2 comentarios:

  1. El título es, obviamente, "Mientras más las queremos".

    Gracias por la parte, inmerecida, que me toca.

    Cuando me den el Nobel, te invito a cenar.

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  2. Me emociona casí tanto como me horririza pensar que hayas leído, Rafa, un cuento mio. Lo cierto te tengo en alta estima desde que te leo en Crisei. Pero de todas formas, que conste que la candidatura al nobel que yo presentaba en este mensaje era la mia misma. Aun así, si al final te lo dan a ti y no a mi -cosa que es mucho más probable-, no te haré el feo y te aceptaré la invitación.

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